Aquella tarde de invierno, la calle
parecía desierta. Sólo de tarde en tarde, una o dos personas se asomaban y
miraban al cielo sobre las montañas. La mujer, enfundada en su gabardina
exclusiva, tenía la mirada clavada en el suelo, solo un metro delante de sus
pasos.
Mientras caminaba, intentaba reprimirse y salir corriendo, cosa que apenas conseguía. De uno de los bolsillos sacó un teléfono móvil, ninguna llamada, ningún mensaje. Se detuvo y miró a las montañas, una gran oscuridad se cernía sobre la pequeña ciudad, como una corona.
A los pocos minutos alcanzó a ver su casa, destapó de sus labios una mueca triste y cansada, se detuvo y volvió a mirar a las montañas, la negrura iba descendiendo, como un glaciar negro y denso, un flujo giroplástico a cámara lenta que amenazaba con destruirlo todo.
Ahora sí corrió, la luz del rayo y el posterior ensordecedor bramido del trueno la asustaron.
Cuando abría la puerta, rompió a llover y al instante se mezclaron agua y granizo y viento; la tormenta había nacido.
La oscuridad se adueñó de todo, la mujer, se apresuró buscando una linterna y algunas velas y cerillas. En el salón miró a la chimenea, la aprovisionó con astillas, maderas menudas y un par de troncos, la prendió y se sintió mucho más tranquila y relajada. Se dio cuenta que su gabardina estaba manchada, se la quitó y la dejó caer en un rincón. Mañana o pasado la llevaré a la tintorería, pensó, casi sonrió al mirarla allí tirada.
La noche pronto se volvió dantesca, los rayos y los truenos, la feroz granizada que parecía no querer acabar...
La casa quedó a oscuras, solo el salón permanecía iluminado por el fuego, ella se fijó en su sombra danzante, añadió más troncos y al poco se sintió confortablemente acompañada por las llamas.
Se acercó a un mueble y se sirvió una copa de vino, quizás él no pueda volver, la noche sería larga. Prendió unas velas y tomó un libro de una de las estanterías. Se descalzo y se desprendió de la chaqueta.
Se sentía cómoda y dio un largo trago al vino, se sirvió más y arrimando la luz de una vela al sofá, se dispuso a leer.
Nadie imaginó que la presa cedería, nadie recordó lo cercana que estaba de la ciudad, nadie en la ciudad vio llegar la ola de hormigón y agua...
La mujer se quedó dormida, la copa de vino volcada manchó con sus restos la falda y en las páginas del libro quedaron olvidadas unas pocas lágrimas.
La avalancha, casi hizo desaparecer la pequeña ciudad. La mujer y la casa se llevaron la peor parte, un gran conglomerado de tierra y piedras saturadas de agua la alcanzó de lleno, de ellas no quedó nada.
Solo unos meses después, encajada entre las ramas retorcidas de la ribera del río, unos niños vieron lo que parecía una gabardina. Les costó un rato sacarla de su prisión, en uno de los bolsillos aún había un teléfono mezclado con barro y piedras.
Los jóvenes miraron tristes, tiraron la prenda y con el teléfono se dirigieron a la comisaría.
Mientras caminaba, intentaba reprimirse y salir corriendo, cosa que apenas conseguía. De uno de los bolsillos sacó un teléfono móvil, ninguna llamada, ningún mensaje. Se detuvo y miró a las montañas, una gran oscuridad se cernía sobre la pequeña ciudad, como una corona.
A los pocos minutos alcanzó a ver su casa, destapó de sus labios una mueca triste y cansada, se detuvo y volvió a mirar a las montañas, la negrura iba descendiendo, como un glaciar negro y denso, un flujo giroplástico a cámara lenta que amenazaba con destruirlo todo.
Ahora sí corrió, la luz del rayo y el posterior ensordecedor bramido del trueno la asustaron.
Cuando abría la puerta, rompió a llover y al instante se mezclaron agua y granizo y viento; la tormenta había nacido.
La oscuridad se adueñó de todo, la mujer, se apresuró buscando una linterna y algunas velas y cerillas. En el salón miró a la chimenea, la aprovisionó con astillas, maderas menudas y un par de troncos, la prendió y se sintió mucho más tranquila y relajada. Se dio cuenta que su gabardina estaba manchada, se la quitó y la dejó caer en un rincón. Mañana o pasado la llevaré a la tintorería, pensó, casi sonrió al mirarla allí tirada.
La noche pronto se volvió dantesca, los rayos y los truenos, la feroz granizada que parecía no querer acabar...
La casa quedó a oscuras, solo el salón permanecía iluminado por el fuego, ella se fijó en su sombra danzante, añadió más troncos y al poco se sintió confortablemente acompañada por las llamas.
Se acercó a un mueble y se sirvió una copa de vino, quizás él no pueda volver, la noche sería larga. Prendió unas velas y tomó un libro de una de las estanterías. Se descalzo y se desprendió de la chaqueta.
Se sentía cómoda y dio un largo trago al vino, se sirvió más y arrimando la luz de una vela al sofá, se dispuso a leer.
Nadie imaginó que la presa cedería, nadie recordó lo cercana que estaba de la ciudad, nadie en la ciudad vio llegar la ola de hormigón y agua...
La mujer se quedó dormida, la copa de vino volcada manchó con sus restos la falda y en las páginas del libro quedaron olvidadas unas pocas lágrimas.
La avalancha, casi hizo desaparecer la pequeña ciudad. La mujer y la casa se llevaron la peor parte, un gran conglomerado de tierra y piedras saturadas de agua la alcanzó de lleno, de ellas no quedó nada.
Solo unos meses después, encajada entre las ramas retorcidas de la ribera del río, unos niños vieron lo que parecía una gabardina. Les costó un rato sacarla de su prisión, en uno de los bolsillos aún había un teléfono mezclado con barro y piedras.
Los jóvenes miraron tristes, tiraron la prenda y con el teléfono se dirigieron a la comisaría.
Fin
Rafa Marín
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