La comida fue suntuosa, a la hora de los
postres, Pablo, se preparó para una sobremesa larga y amena. Se tenía por un buen
conversador, o como decían todos, era dicharachero. El café aromatizaba el
salón y tras arrellanarse en el sofá, pidió una copa de coñac.
A un lado estaba Don Francisco, coronel retirado y duelista reconocido, hombre visceral y por lo que se contaba eunuco por gracia de una bala de mosquete.
En frente Don Pascual, arzobispo y antiguo exorcista, del que se sabía y se callaba, su afición por las mujeres de edad próxima a la pubertad. Junto al eclesiástico se sentaba Don José, diputado conservador, siempre envuelto en claroscuros, mezclando política y turbios negocios y, con algún roce con la justicia, que iba dilatando merced a sus contactos con el poder. Y por último, Don Anselmo, un terrateniente, hombre brutal y arrogante, a quien temía hasta el propio coronel.
Todos al igual que Pablo, tomaron coñac y algunos encendieron vegueros y cigarrillos. Las mujeres, por supuesto, se refugiaron en el salón de té, una pequeña y discreta sala, donde podían ser ellas sin miedo a las miradas de sus maridos.
Pablo, se asomó a la tertulia de la mano del una noticia del diario el espectador. Se relataba en primera página, la revuelta de unos temporeros que fue reprimida por la policía rural, según se contaba, saltándose con la muerte y detención de los cabecillas. Don Pascual, enseguida abogó por la paz social y aunque podía entender las reclamaciones de esos poderes desgraciados, el imperio de la ley, era fundamental. Don Anselmo, criticó la mano suave de la justicia, ya que permitió que la muchedumbre escapara, permitiendo que estos pudieran volver a elegir nuevos líderes y se reorganizaran. Don José, disculpó a la ley, según su parecer, hay cierta necesidad de que esta sirva también a los desfavorecidos, el castigo había sido ejemplar y al campesinado le quedó claro cuál es la posición del Gobierno ante la anarquía. Don Francisco, apoyó al terrateniente y criticó duramente al capitán de la policía rural, al cual catalogó de pusilánime, bondadoso y cobarde.
Pablo, por su parte habló de los derechos del pueblo, de la necesidad de una mejora en la distribución de la riqueza y como no, de la igualdad de todos los habitantes de la nación.
Don Anselmo, miró con una media sonrisa llena de crueldad.
- ¿Derechos, dice usted? ¿Esa chusma de analfabetos ladrones?
- Si no fuera porque son necesarios para el trabajo, los eliminaría a todos. La esclavitud es lo único que merecen.
Replicó a estas palabras Don José.
- Sea moderado Don Anselmo, los gastos del gobierno son muchos y con los impuestos del pueblo se sustentan esas necesidades.
Don Pascual, ironizó sobre las necesidades del gobierno y la verdadera necesidad del pueblo, que era la Iglesia y la fe en un único dios verdadero.
Pablo, no salía de su asombro, intentó rebatir estas palabras que oía, pero Don Francisco, a modo de amenaza velada, le preguntó.
- ¿No estará usted de parte de los insurrectos, verdad?
Pablo lo miró muy serio y sonriendo levemente, respondió.
- Don Francisco, el derecho de todo ser humano a buscar la felicidad es, no solo de justicia, sino de obligación.
Don Anselmo, arqueando un ceja, repuso.
- Se destapa usted muy socialista.
- Si, repuso Pablo.
- Lo justo para no ser un tirano.
Don Anselmo se levantó, como impulsado por un resorte. Y Pablo hizo lo mismo.
- Me acusa de algo, dijo Don Anselmo desafiante.
Don Francisco, se ofreció como padrino e hizo a la vez suya la pregunta del terrateniente.
Pablo, con voz suave, asintió y masculló.
- Sea, ¿les parece bien mañana al amanecer?
Asintió Don Anselmo y con gesto decidido abandonó el salón a la vez que se oía a Don Pascual llamando a la cordura.
Don José, entre expectante y divertido, convenía la hora con don Francisco, a la vez que citaba a Don Pascual por su condición a dar los últimos sacramentos a quien saliera perjudicado del desenlace.
Una vez todo dispuesto, se dio por concluida la comida y su sobremesa.
El amanecer llegó, frío y con niebla densa. A la hora fijada, aparecieron dos carruajes.
En el primero el diputado y el arzobispo y en el segundo, el militar retirado y el ofendido terrateniente.
Pablo esperaba en el claro del bosque, una capa le cubría los hombros y en su semblante se dibujaba una sonrisa cansada y triste.
Don Anselmo, como ofendido eligió el sable como arma y Pablo dejó caer la capa, sin mostrar ni duda ni reparo.
Don Francisco, dicho en estas lides, pidió a ambos que recapacitaran, pero don Anselmo, blandiendo el sable dejó clara su postura.
Como último recurso, Don José aconsejó que no fuera a muerte el duelo, que con tres heridas debería bastar.
Ambos duelista negaron con la cabeza.
- Entonces a muerte, dijo lacónico el diputado, y se dispuso a disfrutar del espectáculo.
Se colocaron los contendientes frente a frente y a una señal de Don Francisco, se alzaron las espadas.
En ese momento, desde la densa niebla partieron cuatro solitarios y certeros disparos.
Don Francisco, Don José, Don Pascual y Don Anselmo, cayeron muertos en tierra.
Fueron apareciendo los tiradores como fantasmas. Un capitán de la policía forestal los comandaba.
Allí mismo, nació la revolución que acabaría con la injusticia de un gobierno gobernado por las élites de la sociedad.
No fue un éxito completo, pues pasados algunos años, todo volvió al punto inicial. Pero nunca faltaron Pablos a secas, que se enfrentaron al poder y comandaron al hambre y a la sed de justicia.
A un lado estaba Don Francisco, coronel retirado y duelista reconocido, hombre visceral y por lo que se contaba eunuco por gracia de una bala de mosquete.
En frente Don Pascual, arzobispo y antiguo exorcista, del que se sabía y se callaba, su afición por las mujeres de edad próxima a la pubertad. Junto al eclesiástico se sentaba Don José, diputado conservador, siempre envuelto en claroscuros, mezclando política y turbios negocios y, con algún roce con la justicia, que iba dilatando merced a sus contactos con el poder. Y por último, Don Anselmo, un terrateniente, hombre brutal y arrogante, a quien temía hasta el propio coronel.
Todos al igual que Pablo, tomaron coñac y algunos encendieron vegueros y cigarrillos. Las mujeres, por supuesto, se refugiaron en el salón de té, una pequeña y discreta sala, donde podían ser ellas sin miedo a las miradas de sus maridos.
Pablo, se asomó a la tertulia de la mano del una noticia del diario el espectador. Se relataba en primera página, la revuelta de unos temporeros que fue reprimida por la policía rural, según se contaba, saltándose con la muerte y detención de los cabecillas. Don Pascual, enseguida abogó por la paz social y aunque podía entender las reclamaciones de esos poderes desgraciados, el imperio de la ley, era fundamental. Don Anselmo, criticó la mano suave de la justicia, ya que permitió que la muchedumbre escapara, permitiendo que estos pudieran volver a elegir nuevos líderes y se reorganizaran. Don José, disculpó a la ley, según su parecer, hay cierta necesidad de que esta sirva también a los desfavorecidos, el castigo había sido ejemplar y al campesinado le quedó claro cuál es la posición del Gobierno ante la anarquía. Don Francisco, apoyó al terrateniente y criticó duramente al capitán de la policía rural, al cual catalogó de pusilánime, bondadoso y cobarde.
Pablo, por su parte habló de los derechos del pueblo, de la necesidad de una mejora en la distribución de la riqueza y como no, de la igualdad de todos los habitantes de la nación.
Don Anselmo, miró con una media sonrisa llena de crueldad.
- ¿Derechos, dice usted? ¿Esa chusma de analfabetos ladrones?
- Si no fuera porque son necesarios para el trabajo, los eliminaría a todos. La esclavitud es lo único que merecen.
Replicó a estas palabras Don José.
- Sea moderado Don Anselmo, los gastos del gobierno son muchos y con los impuestos del pueblo se sustentan esas necesidades.
Don Pascual, ironizó sobre las necesidades del gobierno y la verdadera necesidad del pueblo, que era la Iglesia y la fe en un único dios verdadero.
Pablo, no salía de su asombro, intentó rebatir estas palabras que oía, pero Don Francisco, a modo de amenaza velada, le preguntó.
- ¿No estará usted de parte de los insurrectos, verdad?
Pablo lo miró muy serio y sonriendo levemente, respondió.
- Don Francisco, el derecho de todo ser humano a buscar la felicidad es, no solo de justicia, sino de obligación.
Don Anselmo, arqueando un ceja, repuso.
- Se destapa usted muy socialista.
- Si, repuso Pablo.
- Lo justo para no ser un tirano.
Don Anselmo se levantó, como impulsado por un resorte. Y Pablo hizo lo mismo.
- Me acusa de algo, dijo Don Anselmo desafiante.
Don Francisco, se ofreció como padrino e hizo a la vez suya la pregunta del terrateniente.
Pablo, con voz suave, asintió y masculló.
- Sea, ¿les parece bien mañana al amanecer?
Asintió Don Anselmo y con gesto decidido abandonó el salón a la vez que se oía a Don Pascual llamando a la cordura.
Don José, entre expectante y divertido, convenía la hora con don Francisco, a la vez que citaba a Don Pascual por su condición a dar los últimos sacramentos a quien saliera perjudicado del desenlace.
Una vez todo dispuesto, se dio por concluida la comida y su sobremesa.
El amanecer llegó, frío y con niebla densa. A la hora fijada, aparecieron dos carruajes.
En el primero el diputado y el arzobispo y en el segundo, el militar retirado y el ofendido terrateniente.
Pablo esperaba en el claro del bosque, una capa le cubría los hombros y en su semblante se dibujaba una sonrisa cansada y triste.
Don Anselmo, como ofendido eligió el sable como arma y Pablo dejó caer la capa, sin mostrar ni duda ni reparo.
Don Francisco, dicho en estas lides, pidió a ambos que recapacitaran, pero don Anselmo, blandiendo el sable dejó clara su postura.
Como último recurso, Don José aconsejó que no fuera a muerte el duelo, que con tres heridas debería bastar.
Ambos duelista negaron con la cabeza.
- Entonces a muerte, dijo lacónico el diputado, y se dispuso a disfrutar del espectáculo.
Se colocaron los contendientes frente a frente y a una señal de Don Francisco, se alzaron las espadas.
En ese momento, desde la densa niebla partieron cuatro solitarios y certeros disparos.
Don Francisco, Don José, Don Pascual y Don Anselmo, cayeron muertos en tierra.
Fueron apareciendo los tiradores como fantasmas. Un capitán de la policía forestal los comandaba.
Allí mismo, nació la revolución que acabaría con la injusticia de un gobierno gobernado por las élites de la sociedad.
No fue un éxito completo, pues pasados algunos años, todo volvió al punto inicial. Pero nunca faltaron Pablos a secas, que se enfrentaron al poder y comandaron al hambre y a la sed de justicia.
Fin
Rafa Marín
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