La galerna desataba su furia contra el estoico
faro. Las olas del mar embravecido recorrían sus muros como si quisieran
deshacernos. En su interior, el farero miraba al negro horizonte, y en sus ojos
inquietos se dibujaba una plegaria.
- Pronto amanecerá, musitó.
Por la estrecha escalera de caracol, fue
ascendiendo hasta llegar a la linterna. Desde allí miró sobrecogido, en sus 40
años de oficio y soledad, nunca había visto una tormenta igual.
Tras comprobar que todo estaba bien, se
dispuso a descender. Volvió la cabeza para la última ojeada y entonces...
Creyó ver a una persona que agarrada a un
madero se debatía por sobrevivir.
Bajo por la escalera saltando los
escalones de cuatro en cuatro, en la planta bajo la linterna tenía unos
prismáticos. Debía comprobar que en medio de esa mar arbolada, no había nadie.
De vuelta en la linterna, aprovecha la
potente luz para escudriñar entre las olas.
- ¡Ahí! Gritó como si pudieran
oírle.
Sin pensar si lo que hacía estaba dentro
de lo razonablemente sensato, corrió otra vez escaleras abajo.
Se armó con el chubasquero amarillo, un
cabo largo de cuerda y un flotador y, como el más audaz de los capitanes, se
dirigió al embarcadero.
La chalupa siempre estaba dispuesta,
aunque ahora cabeceaba como un toro de rodeo y amenazaba con hundirse. Como
buenamente pudo subió y cayó dentro, la cuarta y media de agua le acogió con
toda su humedad, casi soltó una carcajada.
Apretó el contacto del motor mientras
lanzaba un ... ¡vamos! Que fue respondido con el tosco tartamudeo del
viejo y fiable motor.
- Proa al infierno. Aseveró maniobrando
con destreza.
No se veía nada, pero conocedor de la zona
y las corrientes, se adentró el aquella locura de espuma, picos y valles que se
empeñaban en hacerle zozobrar.
No sabía cuánto tiempo llevaba buscando y
justo antes de desistir lo vio.
Con la proa cortando los muros marinos,
llegó en el mismo instante que las fuerzas abandonaban al náufrago. Como pudo y
con mucha suerte, alcanzó a sujetarlo por el pelo. Lo hizo y entonces se dio
cuenta. Él, era ella.
Regresó al embarcadero y la tormenta le
recompensó amainando repentinamente.
Una vez en el faro, preparó un lecho junto
a la chimenea, despojó a la mujer de las ropas mojadas y la arropó como un
padre arropa a un hijo herido. Preparó caldo en la cocina, para luego sentarse
junto al lecho y velar.
Pasaron varias horas y ya mediada la
mañana, la mujer dio señales de vida. Quiso levantarse, pero el farero se lo
impidió.
- Estás desnuda y débil, espera un poco
más.
- Te traeré un poco de caldo.
Cuando regresó de la cocina, la mujer se
mostraba con toda su plenitud, de pie junto al fuego, de espaldas a él.
El farero carraspeó, la mujer se volvió.
Se miraron a los ojos, los de él, hablaban
de noches y tormentas y soledad. Los de ella, eran un mar profundo, una noche
sin estrellas; una tenebrosa verdad.
El hombre se sintió turbado y dejando el
tazón humeante, subió por la escalera. Al poco bajo con unas prendas de vestir,
ropa de su difunta mujer. Le explico con una sonrisa triste.
- Me llamo Juan. Dijo alargando la mano.
Ella lo miró y bajando los ojos, le dijo:
- Mi nombre no lo sé, pero de donde huí,
me llamaban María.
Se vistió y con un gracias tomó el tazón y
se lo llevó a la boca. Saboreó lentamente el contenido, mirando de tanto en
tanto a Juan, que se afanaba en poner orden.
María, se sentó en el lecho, y mirando al
fuego, se recostó.
Juan la miró mientras la iba venciendo el
sueño y sonriendo, siguió recogiendo la estancia.
María durmió y durmió y al día siguiente
despertó sonriente y casi feliz.
Buscó por el faro, pero Juan no estaba.
Distraídamente ascendió hasta la linterna, desde allí vio a Juan en el
embarcadero, se sentía cómoda y se quedó mirándolo trabajar.
Bajo a la cocina y hurgando en alacenas,
fresqueras y frigorífico, encontró lo necesario para preparar una comida
decente.
A mediodía, Juan entró por la puerta con
un par de pargos de buen tamaño. Primero puso cara de sorpresa y luego de
satisfacción, la cocina estaba limpia y recogida y olía a potaje.
María lo miró y él rehusó por un instante
la mirada, ella, comprendió y siguió con la cocina y su limpieza.
Comieron y hablaron del mar y de sus
tormentas. De la soledad de las noches y de leyendas y sirenas.
María, poco a poco, día a día, se fue
haciendo el ama del faro y Juan la miraba y callaba.
Una noche, sentados junto a la chimenea,
el dejó el libro y encendiendo una pipa, le dijo:
- María, ¿quién eres?
- Recuerdo aquel amanecer y de ti, sólo sé
tu nombre y que huías.
Ella, lo miró con ojos bondadosos, pero
calló.
Tras desearse las buenas noches, se
retiraron a dormir.
Al día siguiente, Juan despertó
sobresaltado, temiendo lo peor corrió al cuarto de María, sus temores eran
ciertos, ella no estaba.
Sobre la cama hecha, había una nota.
Juan la tomó y leyó.
Querido Juan, anoche me preguntaste y yo
te voy a responder.
Me llamo María, pero soy la muerte. En
recompensa por tu hospitalidad, te prometo que tardaré en venir a verte.
Eres un buen hombre, y yo sería injusta
llevándote conmigo.
Gracias.
Juan tembló de pies a cabeza, como poseído
por mil terremotos.
El tiempo fue pasando y Juan envejeció
lento y bien.
Una noche, el mar bramaba y el viento y la
lluvia azotaban inmisericordes los muros impasibles del faro. Juan había
comprobado que todo estuviera listo y en su sitio y la linterna del faro era
guía y esperanza en el mar.
Se sentó junto al fuego, encendió su pipa
y cuando comenzaba a leer, llamaron s la puerta. El se levantó sonriendo y
abrió a María.
- Te he extrañado todos estos años María.
Ella lo miró y sonriendo le dijo:
- Lo sé, después le beso y juntos salieron
del faro.
Fin
Rafa Marín