Esta historia comienza como quizás comiencen todas, con una mirada por la ventana y un recuerdo. Buenos días, me llamo...bueno me llaman, para que engañarnos, Rafa, aunque hace ya varios años que nadie pronuncia mi nombre. Nací en el seno de una familia azotada por la incertidumbre del efímero poder; sin tiempo para ser niño y con mucho que demostrar y aprender. Nadie apostó nunca en mi favor, pero puedo decir con orgullo que por sobrevivir luché. De mis primeros recuerdos, conservo algunos que aún hoy me entristecen; la eterna pugna por sentir la caricia de una madre que siempre estuvo ausente y el de esquivar las iras de un padre insatisfecho de mis parcos logros. También recuerdo con alegría las clases de esgrima y matemáticas y los viejos libros de la sala de lectura; las largas noches de invierno entre rudos soldados y sus aventuras, siempre por demostrar y sus disputas. En aquellos días en los que ser el futuro señor no era más que una maldición me crié. Sobre la gran mesa del salón de armas, descansaban mudas; las piedras de afilar, espadas, aceiteras y trapos y un gran jarro lleno de vino a rebosar, para que nunca olvidaramos que el poder se sustentaba en la fuerza y no en la razón. Era joven, aunque no tanto como para no conocer el perfume íntimo del cuerpo de una mujer. El paso de los años me habían hecho fuerte, osado, brutal e instruido; pero esa noche en la que el cielo anunciaba bramando el fin del mundo, mi vida cambió. Como digo, aquella noche estaba borracho y perseguía a las criadas, mi padre ya anciano no era capaz de frenar los instintos que de él heredé. Sonaron golpes sobre la puerta, apremiantes y agoreros; de mala gana deje ir a la muchacha y a medio vestir abrí. El capitán de la guardia me miró y con una mueca, entre complice y sumisa me dijo...ha muerto.
Recuerdo que ese fue el último día que oí mi nombre, pero es curioso, no recuerdo quien lo pronunció.
Fin
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