El camino, poco a poco se hacía más angosto entre las enormes
rocas, era la herida que dejaron el tiempo y las lluvias torrenciales en aquellas
montañas olvidadas por Dios y los hombres. Pero el monje, no cejó en su empeño
y lastimosamente arrastraba el pesado fardo.
Poco a poco, el esfuerzo iba haciendo mella en él, la tarde
avanzaba y el hecho de pasar la noche en una quebrada no lo animaba, así que
busco un sitio algo más abierto y elevado para pasar la noche. Al poco le
sonrió la suerte y descubrió una terraza arbolada. Trepó como buenamente pudo,
en un principio pensó en dejar el bulto en el camino, pero recordó las palabras
del abad.
- Protégelo con tu vida.
Sudaba y jadeaba, pero consiguió subir el paquete y se dejó caer sobre la hierba. La temperatura está bajando, pensó.
Sudaba y jadeaba, pero consiguió subir el paquete y se dejó caer sobre la hierba. La temperatura está bajando, pensó.
- Necesitaré hacer una hoguera grande, se dijo a sí mismo.
Amontonó leña y sacando un pedernal y un cuchillo prendió la yesca y al poco
una alegre fogata le confortaba. Buscó en su pequeño zurrón y junto con el odre
de agua había cecina y queso, todo u banquete pensó elevando los ojos a un cielo
que ya se decoraba de luces.
Alimentó la fogata con tres grandes ramas secas, mirando por
última vez al cielo estrellado se dispuso a dormir. No sabía qué hora era, pero
todo estaba oscuro y hacía frío. Alimentó de nuevo el fuego y sentado recordó retales
de su reciente pasado, ya no era joven. No entendía el porqué fue elegido para
llevar tan misterioso fardo hasta ese monasterio del que nunca oyó hablar en la
cima de las montañas. No destacaba por ser un hombre fuerte o intrépido,
reconocía que era buen gestor y sonriendo otra vez, una persona honrada.
Se despertó sobresaltado, el día amaneció con una niebla muy densa
y sintió hambre.
- Que débil es la carne, dijo recordando una lectura del pasado y
se sirvió un trozo grande de cecina, fue feliz en ese instante. Luego miró el dichoso
bulto y meneando la cabeza soltó una carcajada limpia.
Poco a poco el camino se hizo más ancho y ya se vislumbraban
algunas cimas, suspiró, nunca le habían dado una tarea tan pesada, pero a la
vez se sintió más vivo y más capaz, como si una fuerza se apoderase de él y le
animara a continuar avanzando hacia su objetivo.
Había pasado ya el mediodía y a lo lejos vio el monasterio, una
oscura construcción de piedra sobre una cima redondeada y rodeada de árboles
que imaginaba altos y majestuosos. Avivó, por decirlo de alguna forma el paso y
al caer la tarde llego a la puerta.
Le sorprendió que la puerta se abriera antes de que él llamara,
así como el montón de monjes que salieron a recibirle. Él hizo el intento de
explicarse, pero no le dejaron, le quitaron la pesada carga y casi en volandas
le llevaron adentro, todos parecían felices.
Le llevaron ante el abad, un anciano moribundo que al verlo dibujó
en su cara la paz y la esperanza. Una vez a solas, este le preguntó.
- ¿Sabes que hay en el fardo?
El pobre monje negó sorprendido. El abad asintió satisfecho y le
dijo.
- Tú serás mi sustituto.
Al día siguiente el viejo abad, como si la llegada del monje fuera
una señal, murió.
El monje que había llevado el pesado fardo hasta el monasterio,
tomó el relevo en el mandato del monasterio. Al acabar la ceremonia, le
llevaron a los sótanos de la abadía. En una sala oscura y húmeda descansaban
amontonados entre 15 o 20 fardos como el suyo, todos sin abrir.
Fin
Rafa Marín
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