Salió de la aldea. Le acompañaban: su fiel mastín, un poderoso
caballo de batalla y una recua de seis mulas con toda la impedimenta y sus
inseparables armas; se dirigía al muro.
Era un hombre joven, quizás demasiado para la gesta que se le
presentaba, pero ya había tomado la decisión, nada ni nadie le detendrían;
quería ser recordado por esa gesta, él pondría fin a al mito encontrando el
final del muro.
El muro era alto, unos 200 pies y según le contaron en la aldea,
distaba no más de 250 millas. De esa muralla sabía lo que todos, infranqueable
e interminable, negra y eterna como el tiempo; como el cielo nocturno.
Se tomó esa aventura con calma, con esa desgana casi infantil del
niño al que nada le falta y nada teme. Pasada poco más de una semana lo vio por
primera vez, desde la distancia no parecía gran cosa, pero su opinión fue
cambiando a medida que se iba acercando.
Cuando estuvo a su sombra tembló, era: colosal, liso, sin grietas
que en él dieran una idea del paso del tiempo y se perdía en el horizonte a
ambos lados.
Buscó leña en un bosquecillo cercano y preparó una gran hoguera;
quizás alguien vea durante la noche el fuego y se haga notar, pensó. Si es
humano la curiosidad lo llamará.
Despertó temprano, pero nada ni un ladrido ni un relincho ningún
sonido; solo esa exasperante quietud de una pradera partida por el muro.
Sin saber por qué, eligió seguirlo por su derecha, hacia el
poniente, pensó que era mejor seguir al sol que sentirlo sobre su espalda.
La monotonía del paisaje y de los días, pronto le hicieron
flaquear en su rutina y también en el metódico hecho de contar los días.
Con el paso de los años, perdió al fiel compañero, a la recua y a
su caballo; sólo le fueron fieles, sus armas y su obstinación. Pero el muro
nunca se acababa, siempre hasta el horizonte y siempre sin mella; sintió sus
fuerzas menguar y por fin, ya sólo arropado por unos míseros harapos, abandonó
sus armas, flaqueó en su ánimo y perdió ya toda esperanza.
Esa noche, a la que creyó la última, arropado por el frío de la
lluvia que le empapaba, se rindió, que más daba donde estuviera el final del
muro, no tenía un propósito para cuando llegase allí.
Lloró. Y con sus lágrimas, se le escaparon miedos y obstinación;
por una vez en su vida durmió sin dudas. Despertó al sentir la caricia tibia de
la brisa y del sol, se desperezó y miró en derredor, ante él se abría una
sabana inmensa, salpicada de grupos arracimados de árboles, se rascó la cabeza
y mirando feliz al cielo recordó vagamente que había soñado con un muro.
Fin
Rafa Marín
No hay comentarios:
Publicar un comentario