La luna asomaba entre la espesura, y al fondo destacaban con su
blanco lechoso los muros del cortijo. La noche ya quería ser madrugada y en
aquella oquedad que soñaba con ser ventana se hizo la luz.
Al poco, la chimenea esparcía en derredor el olor a leña de olivo
quemada. En la cocina se fueron congregando los miembros de la familia, el olor
a café de marmita, a pan tostado con aceite y a manteca colorá daba cierto aire
de grandeza a la rústica madera de la mesa.
Al poco, alguien levantó las trancas del portón del aprisco y, en
él se fueron congregando, temporeros y animales de carga; hoy era un día
especial. La cosecha había sido excelente, el cielo clareaba sin nubes y tocaba
celebrar.
Las mulas y los caballos se enjaezaron con guarnicionería de cuero
repujado y cintas de colores. Las carretas y carros lucían los ramilletes que
las mujeres iban colocando y se respiraba un aire de felicidad y paz
conquistada con esfuerzo.
Se cargaron algunos odres de buen vino y viandas y pan y la gente
subió guitarras y también tambores.
Al fin asomó la dueña y a su lado de traje corto y sombrero el amo
y señor de aquellas tierras.
- Qué diferencia, pensó el zagal, ayer todo eran quejas, sudor y
esfuerzo. Hoy, este aprisco parece el real de una feria.
Sonriendo, el jovencito miro hacia un rincón y, como ya sabía allí
estaban los ojos de esa niña que algún día le rompería el corazón.
Feliz, puso pie en un estribo y montó, dirigiendo la yegua hasta
la niña, al llegar a su altura, le tendió la mano.
Fin
Rafa Marín
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