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lunes, 29 de octubre de 2018

El esclavo (relato corto)

El hombre corría campo a través, el ritmo con que marcaba sus zancadas era constante y rápido; como el de un cazador acostumbrado a seguir a sus presas durante días. En ningún momento miró hacia atrás, sabía que le perseguían, no podía aflojar un solo momento.
Mientras corría hacia las montañas y el bosque en el que jamás sería encontrado, pensó en su vida y las circunstancias que le habían llevado a esta situación, porque corría para salvar su vida, eso lo tuvo presente cuando saltó del carro que lo llevaba al mercado.
Era un esclavo, nació esclavo, su madre fue violada por el hombre que la compró. Fue educado en el trabajo de sol a sol, en la obediencia y el castigo. Dada su complexión y su tamaño, era un hombre de 1'90 m y 80 kg; siempre le tocaron los trabajos más extenuantes.
El día anterior, tras pasar 14 horas talando árboles, fue llevado a la casa del amo. Este se encontraba ausente y su joven esposa quería darle otra utilidad a ese cuerpo musculoso. No era la primera vez, nunca osó negarse, podría acusarlo y ser castigado sin motivo.
Mientras el ama abusaba de él, le dijo que su marido había muerto y que algunas cosas cambiarían. Pensaba trasladarse a la ciudad, quería vida social, bailes y fiestas y todo lo que ella se merecía. Pondría al cargo de la enorme finca a capataces competentes, de esos que supieran sacar partido del esfuerzo de los esclavos. A él, lo llevaría a la ciudad, para ser adiestrado en la lucha, al parecer se sacaba mucho dinero con esos modernos gladiadores.
Cayó la noche y buscó refugio en una zona arbolada, calculó que ya tendría ventaja suficiente para tomarse unas horas de descanso. Recordó a su madre, capturada en el norte, cuando era tan solo una niña. Siempre le fascinaron las historias que ella le contaba. En ellas, él era un elegido y estaba señalado para dirigir los ejércitos que liberarán a su pueblo; rió amargamente. Recordó las palizas que recibió, a veces sin motivo, o por tomar un trozo de pan. Allí, en la soledad de la noche se juró no volver a ser esclavo.
Mucho antes del amanecer emprendió la marcha, durante el día encontró árboles frutales y arroyos de agua pura y fresca. Desde la Copa de un árbol grande y solitario miró en dirección a sus perseguidores; pero no había ni rastro de ellos.
Continuó su carrera, sin desfallecer, como si sus perseguidores estuviesen cerca.
Una noche, se aventuró a encender una fogata, durante el día se topó con una cría de ciervo y la mató. Sería la primera comida decente en muchos días.
Mientras comía la carne asada se sintió feliz, las montañas estaban ya al alcance de la mano, como mucho a 5 días de buena marcha. Esa noche durmió y soñó con las historias que le contaba su madre.
Al amanecer partió de nuevo, ahora el camino ascendía y cada vez eran más numerosos los grupos de árboles. Sobre el medio día buscó un sitio donde acampar, necesitaba hacer un arco, con el viejo cuchillo cortó una buena rama de tejo, había conservado un trozo de cuerda, y por el ligar crecían arbustos con los que poder hacer flechas.
Descansó un día entero, la carne del cervatillo le ayudó a recuperar fuerzas. No estuvo ocioso, terminó el arco y media docena de flechas a las que puso remachó de plumas negras que encontró.
Reemprendió la marcha, está vez con un paso que aunque seguía siendo vivo, no era el de los días anteriores. Ya se veían claramente el bosque y las montañas, en su corazón sintió la felicidad de ser por fin libre.
Un par de horas más tarde, llegó a un río ancho y caudaloso, era la frontera del norte, los esclavistas nunca pasaban de ahí.
Se arrojó a las aguas y poco a poco se fue acercando a la otra orilla, la corriente le fue arrastrando y cuando hizo pie, vio que se había alejado unos 2 km corriente abajo.
Salió del agua y se dispuso a disfrutar de su libertad. Murió allí mismo, alcanzado por varias flechas disparadas por hombres ocultos entre la maleza. Estos también eran esclavos fugados, pero al contrario que él, eran de raza negra.

Fin

Rafa Marín

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