El canal de riego, discurría sobre la
ladera del pequeño monte poblado de árboles y matorrales. Era ancho, unos diez
metros y con tres o cuatro de profundidad. Tenía el perfil de un trapecio
invertido, por lo que era relativamente fácil entrar y salir de él. Su caudal
constante, irrigaba las huertas que diseminadas en perfectas cuadrículas, se
dibujaban paralelas a su discurrir.
Durante los meses de verano, niños y no tan niños, lo aprovechaban para combatir el calor, aprovechando cualquier escusa para meterse en sus aguas.
Los más avispados hacían pequeños barquitos y los seguían, a veces por kilómetros. Nada había más excitante que ver aparecer estos barquitos al otro lado de aquellos tramos, en los que el canal, por la orografía o por la intersección caminos, estaba oculto por grandes losas de hormigón.
Aquel día, amenazante de lluvia, los tres chicos, salieron pronto de sus casas. Cada uno de ellos, bajo el brazo, sujetaban sus barcos. Estaban hechos con hojas secas de palmera, con mástiles y toscas velas pegadas, a varillas de junco. Nada más verse, corrieron al encuentro, entre risas.
Cada uno mostró su creación, que salvo pequeños matices, eran básicamente iguales.
Los chicos, descalzos, descendieron la áspera losa del canal y los depositaron sobre la superficie del agua, Lugo empezaron el acompañamiento de las pequeñas "carabelas" en su venturoso navegar el mismo.
El día avanzaba y los tres aguerridos navegantes, bajaron a las huertas, allí, fueron obsequiados con higos, melocotones y como no un pequeño melón amarillo, que les hizo felices.
Al pie de un camino, devoraron la fruta y recordando sus naves, corrieron de vuelta en post de los barcos.
Tras mucho caminar, les dieron alcance justo cuando estos iniciaban el paso por uno de los tramos cubiertos.
Para los niños, el paseo se dividía en dos fases, estar corriendo o ir corriendo a ver algo en los aledaños. Así que corrieron hasta la salida al exterior del cauce de agua por el otro lado del montículo. Se sentaron a esperar, pero llego el atardecer y los barcos no aparecieron.
Desilusionados, tomaron el camino de vuelta a casa, el sol dibujaba delante de ellos largas sombras y pronto olvidaron los barcos, el rugir de sus tripas priorizó sus necesidades.
Los veranos y los juegos, poco a poco los fue convirtiendo en hombres, luego el destino los separó. El tiempo se volvió vórtice y cada uno de ellos envejeció como pudo. Por fin, un día la muerte les volvió a reunir, el menor de los tres, una mañana amaneció ahogado en el canal.
Durante el funeral, entre recuerdos y anécdotas salió por casualidad la historia de los barquitos y el canal. Entonces, rompiendo a llorar, la hija del difunto salió del salón. Al poco regresó, en sus manos traía tres trozos semi podridos de hojas de palmera.
- Le encontraron abrazado a ellas, dijo.
Durante los meses de verano, niños y no tan niños, lo aprovechaban para combatir el calor, aprovechando cualquier escusa para meterse en sus aguas.
Los más avispados hacían pequeños barquitos y los seguían, a veces por kilómetros. Nada había más excitante que ver aparecer estos barquitos al otro lado de aquellos tramos, en los que el canal, por la orografía o por la intersección caminos, estaba oculto por grandes losas de hormigón.
Aquel día, amenazante de lluvia, los tres chicos, salieron pronto de sus casas. Cada uno de ellos, bajo el brazo, sujetaban sus barcos. Estaban hechos con hojas secas de palmera, con mástiles y toscas velas pegadas, a varillas de junco. Nada más verse, corrieron al encuentro, entre risas.
Cada uno mostró su creación, que salvo pequeños matices, eran básicamente iguales.
Los chicos, descalzos, descendieron la áspera losa del canal y los depositaron sobre la superficie del agua, Lugo empezaron el acompañamiento de las pequeñas "carabelas" en su venturoso navegar el mismo.
El día avanzaba y los tres aguerridos navegantes, bajaron a las huertas, allí, fueron obsequiados con higos, melocotones y como no un pequeño melón amarillo, que les hizo felices.
Al pie de un camino, devoraron la fruta y recordando sus naves, corrieron de vuelta en post de los barcos.
Tras mucho caminar, les dieron alcance justo cuando estos iniciaban el paso por uno de los tramos cubiertos.
Para los niños, el paseo se dividía en dos fases, estar corriendo o ir corriendo a ver algo en los aledaños. Así que corrieron hasta la salida al exterior del cauce de agua por el otro lado del montículo. Se sentaron a esperar, pero llego el atardecer y los barcos no aparecieron.
Desilusionados, tomaron el camino de vuelta a casa, el sol dibujaba delante de ellos largas sombras y pronto olvidaron los barcos, el rugir de sus tripas priorizó sus necesidades.
Los veranos y los juegos, poco a poco los fue convirtiendo en hombres, luego el destino los separó. El tiempo se volvió vórtice y cada uno de ellos envejeció como pudo. Por fin, un día la muerte les volvió a reunir, el menor de los tres, una mañana amaneció ahogado en el canal.
Durante el funeral, entre recuerdos y anécdotas salió por casualidad la historia de los barquitos y el canal. Entonces, rompiendo a llorar, la hija del difunto salió del salón. Al poco regresó, en sus manos traía tres trozos semi podridos de hojas de palmera.
- Le encontraron abrazado a ellas, dijo.
Fin
Rafa Marín
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