Cerro los ojos y recordó, los días de lucha y sangre, las flores pisoteadas por la iniquidad del deseo. Los poblados ardiendo y los gritos. Sus brutales carcajadas acallando los ecos de la matanza.
Tomo aire, nada más le quedaba y sintió la necesidad de pedir lo que siempre negó, el perdón.
Negó con la cabeza y levantando la cara miró a todos, uno a uno, desafiante.
La chusma calló e incluso algunos dieron un paso atrás. Pero pronto volvió el griterío.
¿Qué tenían que temer? Él era solo uno y estaba atado y ellos eran muchos, casi cien. Le tenían ahí y en cuanto llegara la noche, dejaría de ser un problema.
Se fueron agrupando haces de leña, los animales para el sacrificio fueron llegando: bueyes blancos, colleras de palomas, incluso un par de caballos, tan negros como la noche y como no, prisioneros.
Miraba todo el espectáculo desde su poste, parecía un día de mercado, todos dispuestos a hacer negocios.
Estaba sediento y su piel había enrojecido. Todo le daba igual, el tiempo pasaba y pronto no sería más que una historia que nadie contaría.
La muchedumbre fue aumentando, todo olía a madera cortada y a sudor, a sed de sangre.
Miró a un lado, junto a él, un par de chicos gimoteaban. Serían los primeros en morir, los animales vendrían después y más tarde...
Les miraba como extasiado, ellos marcarían el principio de su fin.
En mitad de aquella soledad, sonó un trueno.
El cielo se oscurecía y pensó.
- Al menos moriré rápido.
La tormenta aumentó, rayos y truenos, como heraldos de los dioses, crearon intranquilidad en el ambiente.
La lluvia llegó, como si el mar cayese del cielo. Aprovechó la tregua y bebió, con ese ansia con el que los peces boquean fuera del agua.
Todo el dolor desapareció, se sintió fuerte, el agua hizo que las ligaduras se aflojasen, no tenía nada que perder, tiró y una mano se liberó. Con un par de sacudidas, estuvo completamente libre. Aulló a modo de advertencia.
La muchedumbre retrocedió, aún desarmado, ¿quién haría frente al diablo?
Avanzó un paso, dos, tres ...
Tomó una hoz abandonada y la alzó.
En su mirada de fuego, todos vieron a la muerte.
Una luz cegadora y un estallido, el diablo había desaparecido de la vista de todos.
La desbandada fue generalizada, nadie miró atrás, era un sálvese quien pueda.
La noche fue larga, tormentosa y oscura. Solo al amanecer, pareció que la paz llegaba del cielo. Primero un rayo de sol entre las nubes, luego un claro y poco a poco el cielo fue resplandeciendo.
Los hombres del día anterior se fueron agrupando. Horcas y guadañas poblaban sus manos, se miraban y entre gestos se animaban a volver al calvero.
Había restos esparcidos, los animales habían huido, los prisioneros también. Pero en mitad del circulo estaba él. Una carbonizada sombra, con un brazo aún apuntando al cielo.
Alguien tomó una balanza olvidada, otro un machete largo, incluso un pañuelo fue rescatado del suelo.
Poco a poco, como si el espectáculo hubiese sido cancelado, se fueron agrupando en corrillos en torno al cadáver. Se levanto un poco de viento, lo justo para que el cuerpo cayera de costado.
Todos retrocedieron, algunos rieron nerviosos, pero nadie volvió a acercarse.
Rafa Marín