La cocina olía a aguardiente y las voces llenaban la casa, me temí lo peor. Así que, me dispuse a la cotidiana bronca y su castigo.
Me levanté cansado y triste, pero acudí a lo que pensé me iba a doler mucho.
Mi sorpresa fue grande, allí estaban 5 ó 6 personas, mi madre, mi padre, mi tío Rafael y 2 ó 3 que ya no recuerdo.
Sobre la mesa una botella y varios vasos y alrededor de ella, mochilas y fundas de escopetas y un par de perros echados cerca.
Mi madre me miró, por una vez no tenía la mirada inquieta y hasta sonrió al verme entrar en pijama.
Le devolví la sonrisa, aunque fui más feliz por mí que por ella.
Mi tío, rompiendo a reír, me señaló y alborotando el pelo de mi cabeza, dijo:
- Mira el niño, ya se despierta al olor de una cacería.
Mamá me puso un vaso con leche y un plato con lomo frito en manteca y una rebanada de pan.
Todos rieron al verme acometer el trozo de carne y sentí la mirada complacida de mi padre.
- Hoy te estrenas, me dijo mirando a un rincón.
Había allí un maletín negro. Era uno de esos para transportar una escopeta, pero siendo yo un niño, no tuve en ese momento la menor sospecha de lo que quería decir.
Comí a dos carrillos y todos bebían olvidándose por un rato de mí.
Mi madre, me llevó al cuarto y me dijo que hoy aprendería a disparar contra los conejos, azuzados por un hurón.
Me vestí y noté que estaba más tranquilo de lo que cabía esperar, a fin de cuentas, ya había disparado antes, y la verdad, no era para tanto.
El sonido de los disparos acudió a mi cabeza, junto con el olor de la pólvora y el empujón del retroceso.
Camino del coto, el Land Rover, se lleno de olor a tabaco y alguien bajo una ventanilla.
Sentí la caricia del frío de la mañana sobre la cara y me entretuve viendo clarear el día, como poco a poco el gris se tornaba azul.
El viaje, que siempre se me hacía largo, hoy acabó con un frenazo brusco y un:
- Niño, abre, que es para hoy.
No identifiqué el sitio, pero delante del vehículo, una rudimentaria puerta de alambre y estacas verticales, indicaba, que en ese campo había ganado.
Del maletero, alguien tomó una jaula, dentro se movía nervioso un hurón.
Acerqué la mano y noté el contacto de su hocico en mis dedos.
- Sabe que va a cazar, me dijo el tío Rafael, indicando con un gesto que agarrara la jaula.
La abrió y el ondulante bicho se pegó a mis piernas, lo tomé en brazos y acerqué mi cara a su pelaje. Me invadió su olor agreste y casi salvaje.
Rufo, así se llamaba, se subió a mi hombro, casi recostándose. Me sentí feliz por un instante.
Mi padre, abrió el maletín sobre el capó del coche, me llamó y con un; es tuya, me mostró la escopeta.
Era una Bonelli, cal 16 de cañones yuxtapuestos.
Con un simple.
- Gracias.
La monté y la mostré a todos, algunos me saludaron con un gesto de cabeza y mi padre me dio una colleja, aunque esta vez fue un gesto cariñoso y suave.
Me alargó una canana y una caja de cartuchos. Los fui colocando metódicamente en los huecos, reservé dos para la escopeta.
Tío Rafael, montando la suya, dijo en voz alta.
- Vamos p'allá.
Alguien abatió la cancela y caminamos hacia los palmitos que llenaban aquel desconocido campo.
Rufo, se aferraba a mi cuello, clavando sus uñas en mi piel.
No hice ningún gesto de dolor, era mi forma de demostrar mi hombría.
Caminamos un rato y al poco apareció la conejera.
No era más que una pequeña elevación, con 8 ó 10 entradas alrededor.
Mi padre, me dijo que me sentara en medio, con el sol a la espalda y comenzaron a taponar las entradas de la madriguera.
Luego me quitaron a Rufo y lo introdujeron por la boca opuesta a la que yo vigilaba.
- Niño, dispara a todo lo que salga.
- Buena caza.
- Ánimo, chaval.
Estas eran las frases que oí mientras el nerviosismo me agitaba la barriga.
Sólo mi padre guardo silencio.
Nada más Rufo entrar en la conejera, se empezó a oír la pelea.
- Atento, Rafa. Fue la frase que oí.
Levante el arma la encaré y esperé.
De repente, un bulto de pelaje erizado, salió del agujero.
Un tiro, y el animal se detuvo dando volteretas.
Silencio.
- Es el hurón, dijeron.
Amagué para levantarme, pero mi padre dijo.
- Quédate quieto, esto no ha acabado.
Un par de interminables minutos después, la cabeza de una enorme víbora, asomó por el mismo agujero.
Miré a mi padre y este asintió con la cabeza.
Levanté la escopeta y con un gesto de rabia apreté el gatillo por segunda vez.
Recuerdo a Manuel, que tiraba del cuerpo de la "bicha", metro y medio de escamas y músculos. La serpiente estaba gorda, demasiado.
La abrieron en canal y dentro, como si fuera un huevo sorpresa, un conejo adulto y tres gazapos.
Luego me acerqué a Rufo y lo miré un rato. Sentí la pesada mano de mi padre sobre el hombro.
- Vamos, me dijo, buena puntería.
Nos dijimos, como se dice, a la desconcierta por ese campo, al que alguien llamó el palmar.
Abrí la escopeta y saltaron al aire los cartuchos vacíos, repuse otros dos en la escopeta y seguí al grupo.
Atrás quedaron Rufo, los conejos y la víbora, como alimento de los carroñeros.
- Las alimañas también comen, comentó alguien delante de mí.
Rafa Marín