El nuevo año amaneció como acabó el viejo,
en un callejón mugriento, entre cartones húmedos de lluvia y la más dolorosa de
las soledades. Al fondo, donde cortaba la avenida, los restos de la fiesta se
iban apagando. Miró a sus hijos y sintió pena por ellos.
Con más voluntad que fuerza, despertó a
los dos chiquillos, uno de 9 y otro de 7, les dio algo de desayuno, un vaso de
leche con pan migado, fría la leche y frío el pan.
Ellos le sonrieron, ella dejo encerradas
las lágrimas, pero algo se le partió muy dentro.
La desesperación llamó, como llama la
policía cuando te echa de tu casa.
Tomó con disimulo un viejo cuchillo y dijo
al mayor:
- No os mováis, que ahora vuelvo.
El chico la miró, con la profunda seriedad
de quien sabe lo que es la pobreza, se levantó y tomando a su madre del brazo,
casi le grito.
- Mamá, no lo hagas, no queremos que hagas
algo malo.
La mujer se desasió, con la poca ternura
que aún sentía. Caminó hasta el final del callejón y se dispuso a cobrarse del
primero que pasara, el coste de un nuevo día.
Con la mirada perdida y la locura
vistiendo sus ojos, esperó a su víctima.
La avenida se iba iluminando poco a poco,
pero estaba desierta. Lloró como lloran las madres, desconsoladamente y en
silencio. Mil situaciones horrendas pasaron por su mente, y por miedo a perder
a sus pequeños, volvió con ellos, abatida, vencida y muerta por dentro.
Sus hijos rieron al verla volver, la luz
que en sus caras imaginó, se le llevó el tormento, al menos por un rato.
No sé si fue casualidad, o tal vez ese
dios de los cielos. Pero al poco, un vehículo, entrando despacio en el
callejón, se detuvo ante ellos.
Se apeó un hombre anciano, dijo algo al
conductor y después dirigiéndose a la mujer, le dijo.
- No puedo imaginar, por lo que estás
pasando, pero si puedo poner final a esta tortura. Venid, mi casa es muy grande
y no hay niños correteando por ella.
Fin
Rafa Marín
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