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martes, 26 de noviembre de 2019

Una historia (relato corto)


Apenas levantaba un metro veinte del suelo, pero estaba harto de que le pegara a su madre y a él. Sabía dónde estaba la escopeta y sabía que todo acabaría aquella noche. Con miedo y con sigilo, tomó la escopeta y la cargo, levanto el arma y apuntó. Luego, llorando en silencio, dejó de apuntar, salió del cuarto y dejo la escopeta en su sitio.

Si hubiera disparado, su madre habría sido alcanzada por las postas, quizás otro día se presente la ocasión.

Su vida y las palizas continuaron, muy a su pesar. Pero el trabajo y los años, poco a poco, fueron dándole esa insolente dureza de quien ya nada teme.

Al cumplir los catorce, su padre, como otra tarde cualquiera, llego, henchido de furia, empapado en alcohol y con ganas de fiesta.

El niño, adivinó con solo levantar la mirada todo lo que se avecinaba. Estaba cansado de aguantar, en su interior se dijo basta y asumiendo que la paliza sería inevitable, se colocó entre su padre y su madre.

- ¿Qué? Le espetó su padre. - ¿Tú también quieres lo tuyo?

Miro a su padre y sonriendo, apretó los puños.

- Lo de pegar a mi madre se ha terminado.

Se sorprendió por la frialdad que le embargaba, se sentía fuerte y delante de él, sólo había un viejo borracho.

Su padre se abalanzó decidido y seguro, no esperaba que un niño lo detuviera.

Fue su principal error, el niño ya no era un niño, sino un pequeño hombre, duro como la piedra y dispuesto a todo.

Cuando fue rechazado en su acometida, el padre se volvió ciego; su segundo error.

El chico conocía todos los movimientos de su padre y sus puntos flacos. Atacó.

Tras un breve pero preciso aluvión de golpes, el padre quedó tumbado, sorprendido, humillado...

La sucesión de acontecimientos le desbordó. Policía, familiares que no sabían, un juez más aburrido que justo y después el castigo legal. Nada le importó. Su padre no volvió a pegar a su madre. Había merecido la pena.

Dejó pasar algún tiempo, y transcurridos dos años, se fugó del centro y escapó de su país. Llegó el hambre, pero la sensación de libertad, compensaba las privaciones. Llamaba con regularidad a su madre, más por tranquilizarla que por necesidad.

Al cumplir la mayoría de edad, decidió volver, ahora era legalmente dueño de su vida.



Fin

Rafa Marín 


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