Se afanaba con el cuchillo, mirando a
derecha e izquierda constantemente. Se podría decir que de su celeridad
dependía la cena de hoy y la comida de mañana. A lo lejos, una pareja de la
guardia civil, se recortaba sobre la loma.
Sonrió satisfecho, desde allí no podían
verlo.
A lo lejos, más allá de la curva que
describían las vías del ferrocarril, sonó un largo pitido. Con presurosas
manos, guardó su botín en el saco de arpillera y se lo echó a la espalda. Miró
desolado lo que allí quedaba, para cuando volviera, no podría aprovechar nada.
Descendió el bancal y se perdió entre los
chopos que flanqueaban la corriente mansa del río.
Algunos meses antes.
La vida por aquel entonces, no es que
fuera dura, simplemente distaba mucho de ser vida. La muerte de su madre y la
repentina desaparición de su padre, los había dejado a merced de su propio
instinto. Él y sus dos hermanas más pequeñas, asumieron el trabajo de la
granja: cuatro gallinas, un cerdo, una vaca con ternero y un huerto pelado ya
de sus viandas.
Azada en mano y poniendo en práctica lo
que había aprendido, se esforzaba en su necesidad, más por amor a sus hermanas
que por el gusto de hacerlo, trabajaba de sol a sol, tenía 10 años.
Los días pasaban, lentos y agotadores,
pero nunca fue de dar un paso atrás. Como vivían lejos del pueblo, nadie
se preocupó por ellos o su bienestar, la distancia es siempre la mejor de las
excusas.
El huerto, quizás apiadada la tierra por
tanto sudor infantil, fue generoso y no faltaban a la mesa, tomates, lechugas,
pimientos y demás hortalizas de temporada.
Las gallinas ponían huevos, pero no
aumentaba el gallinero, así que el chico, decidió tomar prestado un gallo, por
unos días se dijo, mientras volvía a la carrera con el emplumado macho en una
talega.
Se acercaba el otoño y con él las lluvias
y el frío, así que, hacha en mano, cada noche se dedicaba a desramar todo árbol
grande en el que durante el día se había fijado.
Olivos, alcornoques, chopos, pinos y
traviesas de la vía o de las cercas que guardaban las grandes manadas de vacas
bravas que circundaban su pequeña propiedad.
Una mañana, amaneció con una capa de
escarcha que cubría el pequeño campo de alfalfa, miró al establo y se sintió
con ganas de jugar, así que soltó al ternero y comenzó a correr a su lado.
Estaba tan ensimismado, que volvió a ser niño. Sus pasos lo guiaron junto con
el ternero hasta la vereda que discurría escuálida junto a las vías del tren.
Sólo cuando sonó el pitido tomó conciencia. El ternero se había puesto a
ramonear la verdolaga y la espinaca que crecía en el balasto. Corrió hasta el
animal, pero este asustado por el crujir de los rieles, emprendió una alocada
fuga hacia la curva por la que estaba a punto de aparecer el tren. Sucedió lo
inevitable.
El tren se detuvo con el ternero bajo sí,
un hombretón bajó de él y entre maldiciones tiró de una pata del vacuno muerto.
Luego desde uno de los postes efectuó una llamada, comunicaba el accidente.
Las palabras Guardia Civil y denuncia,
resonaban en su cabeza cuando el tren se alejaba.
Corrió a la casa y regresó, con un gran
cuchillo y un saco. Pese a la desgracia, el hambre no entiende de
sentimentalismos.
Fin
Rafa Marín