El día amaneció soleado, y al ser festivo, la playa de arenas doradas, poco a poco se fue llenando de gentes.
La madre, una mujer aún joven y guapa, caminaba con paso tranquilo. A su lado, los dos críos, miraban impacientes el mar, como imaginando ya los juegos y los chapuzones.
Ella los miró con una sonrisa y dejando los bártulos en el suelo, tomó el bote de crema protectora para embadurnarlos a conciencia. Luego extendió una gran toalla y clavó a su lado una sombrilla de vivos colores.
Desde allí los veía jugando a perseguirme por la orilla, sonrió para sí y tomó el libro que dada día le daba un rato de paz.
- ¿Nos podemos bañar ya, mamá?
Pregunto el mayor, con una sonrisa y una fingida súplica en la mirada.
- Claro, respondió, pero no meteos muy adentro.
Se desprendió del liviano vestido con la seguridad de quien es consciente de la belleza de su físico y echando una mirada a sus hijos se tumbó a leer.
La playa se fue llenando y temiendo perder a los niños de vista, los miró como se afanan en la construcción de un castillo en la orilla.
Se sintió feliz y afortunada, y se concentró en la lectura, dejando de existir el mundo que la rodeaba.
Notó fresco, pensó en una nube pasajera, pero no oía ningún bullicio. Al levantar la mirada, espantada, vio que la niebla procedente del mar lo ocultaba todo.
Se levantó de un salto, toda la playa estaba oculta por la niebla, en silencio y desierta.
Corrió hacia la orilla, no veía a sus hijos. Los llamó, cada vez más fuerte, hasta que su voz fue un alarido lleno de miedo.
Recorrió la larga playa en ambos sentidos, no vio a los chicos ni a nadie. Todo era un erial desierto y frío. Con una niebla cada vez más densa y tenebrosa.
Al intentar volver junto a la toalla y sombrilla, no supo dar con el sitio.
El tiempo se volvió algo absurdo y entre carreras decidió ir hasta el aparcamiento, seguro que allí podría encontrar algo o alguien que le diera alguna explicación.
El trayecto se le hizo eterno, como si a cada paso que diera, la playa se agrandara. Por fin, entre la niebla creyó ver un cartel clavado en el suelo. Al bordeando pudo leer el mensaje:
Achtung, Gefahr. Minenfeld, informaba el dichoso cartel.
Hizo caso omiso del mismo y volvió corriendo a la orilla de ese mar que se le antojaba maldito.
No entendía nada, su prioridad era encontrar a sus amados niños.
Por suerte, al rato deslumbró la sombrilla y la toalla, pero ni rastro de sus hijos. Corrió por la playa en un sentido y luego en otro, gritando y llorando sus nombres hasta que exhausta, ya no pudo más y cayó rendida sobre la fría y húmeda toalla.
Repentinamente sintió como sobre ella, caía agua helada, se incorporó y vio a sus hijos riendo, en una playa repleta, bulliciosa y soleada. Rompió a llorar y abrazando a sus hijos comprendió que se había quedado dormida.
Fin
Rafa Marín
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