Cada noche asomaba su mirada a la ventana enrejada de su celda. No
es que hubiera mucho que mirar, sólo un callejón oscuro y la luna que frente a
ella viajaba.
Una noche, mientras rezaba, oyó el choque de metal contra metal.
- Un duelo a espadas, pensó.
Así, que se encaramó al ventanuco y miró hacia el callejón.
Al fondo, casi invisibles, dos sombras luchaban en silencio. Sólo el choque de las hojas y las diminutas chispas que despertaban, le dieron la seguridad.
De pronto, un gemido escapó de una sombra al caer y la pobre mujer, sintió que en su pecho algo nacía.
Fue como una explosión que recorrió desde su interior toda su piel y su alma.
Imaginó dos amantes que sus encantos se disputaban, dos gallardos caballeros, dos hombres de una pieza y buena planta.
¿Pero, qué hacer? Ahí, en su celda cautiva, desde la edad más temprana, la mujer, nerviosas, con sus manos en el pecho entrelazadas, medita.
Va al cajón de su escritorio y tomando el cortaplumas, la cerradura asalta y con un glorioso clic, la puerta se libera.
Recorre a oscuras, pasillos que no recuerda, solo el eco imaginario del gemido la guía y por azar, a la puerta del convento su instinto la lleva.
Otra cerradura más, otra atadura que desatar. Mira al rededor, busca y desespera, recorriendo el cruel muro que la encierra. Al poco, en la umbría de un rincón, una puerta pequeña. No tiene cerradura, sólo un pequeño cerrojo que desde dentro se cierra.
Sonríe y maliciosa, toma el mismo en sus manos y abre la puerta. Al otro lado más oscuridad, apoyando la mano en el muro, camina casi a tientas, tuerce la esquina y, ese que aparece no es su callejón.
La luna despunta sobre la línea de cipreses y, ahora sí. Ante ella la visión que cada noche la desvela. Al fondo sigue la sombra caída. Ella, temerosa se acerca y en cada paso, el corazón se le acelera.
Entre temblores, se arrodilla ante el caído y le susurra.
- Mi señor, ¿ aún vivís?
El caballero abre un ojo, sonríe con tristeza y clama.
- Por fin, mi dulce Oía, tiende tu mano y junto a ti, bajaré sin temor al Hades.
Dicho esto, el joven duelista, exhala su último aliento.
La luna alcanza su cenit, y unos curiosos que pasan al ver la escena, caen de rodillas y entre grandes plegarias a Dios, suplican el perdón para sus vidas.
La monja temiendo ser reconocida, huye por donde vino.
Penetra de nuevo en el convento y mientras busca su celda, frente a un ventanal, ve su reflejo en un espejo. Se detiene y llora.
Entra en su celda y jura nunca más salir de ella.
Cuenta la leyenda que al día siguiente, hallaron su cadáver al pie del ventanuco. Al parecer pereció al caer de espaldas, golpeándose la cabeza.
Sor Candelaria, encontró al fin la paz, tras pasar 80 años encerrada en aquella celda.
Una noche, mientras rezaba, oyó el choque de metal contra metal.
- Un duelo a espadas, pensó.
Así, que se encaramó al ventanuco y miró hacia el callejón.
Al fondo, casi invisibles, dos sombras luchaban en silencio. Sólo el choque de las hojas y las diminutas chispas que despertaban, le dieron la seguridad.
De pronto, un gemido escapó de una sombra al caer y la pobre mujer, sintió que en su pecho algo nacía.
Fue como una explosión que recorrió desde su interior toda su piel y su alma.
Imaginó dos amantes que sus encantos se disputaban, dos gallardos caballeros, dos hombres de una pieza y buena planta.
¿Pero, qué hacer? Ahí, en su celda cautiva, desde la edad más temprana, la mujer, nerviosas, con sus manos en el pecho entrelazadas, medita.
Va al cajón de su escritorio y tomando el cortaplumas, la cerradura asalta y con un glorioso clic, la puerta se libera.
Recorre a oscuras, pasillos que no recuerda, solo el eco imaginario del gemido la guía y por azar, a la puerta del convento su instinto la lleva.
Otra cerradura más, otra atadura que desatar. Mira al rededor, busca y desespera, recorriendo el cruel muro que la encierra. Al poco, en la umbría de un rincón, una puerta pequeña. No tiene cerradura, sólo un pequeño cerrojo que desde dentro se cierra.
Sonríe y maliciosa, toma el mismo en sus manos y abre la puerta. Al otro lado más oscuridad, apoyando la mano en el muro, camina casi a tientas, tuerce la esquina y, ese que aparece no es su callejón.
La luna despunta sobre la línea de cipreses y, ahora sí. Ante ella la visión que cada noche la desvela. Al fondo sigue la sombra caída. Ella, temerosa se acerca y en cada paso, el corazón se le acelera.
Entre temblores, se arrodilla ante el caído y le susurra.
- Mi señor, ¿ aún vivís?
El caballero abre un ojo, sonríe con tristeza y clama.
- Por fin, mi dulce Oía, tiende tu mano y junto a ti, bajaré sin temor al Hades.
Dicho esto, el joven duelista, exhala su último aliento.
La luna alcanza su cenit, y unos curiosos que pasan al ver la escena, caen de rodillas y entre grandes plegarias a Dios, suplican el perdón para sus vidas.
La monja temiendo ser reconocida, huye por donde vino.
Penetra de nuevo en el convento y mientras busca su celda, frente a un ventanal, ve su reflejo en un espejo. Se detiene y llora.
Entra en su celda y jura nunca más salir de ella.
Cuenta la leyenda que al día siguiente, hallaron su cadáver al pie del ventanuco. Al parecer pereció al caer de espaldas, golpeándose la cabeza.
Sor Candelaria, encontró al fin la paz, tras pasar 80 años encerrada en aquella celda.
Fin
Rafa Marín
Rafa Marín
Me ha encantado. Gracias.
ResponderEliminarMuchas gracias, eres .Un generosa.
ResponderEliminar