La mañana, aunque fría, despertó soleada y
con el olor de la madera ardiendo.
Las mujeres se afanaban con los
preparativos, largas mesas, enseres de cocina...
Las risas y alguna canción se dejaban
sentir.
Los hombres reunidos en torno a la fogata,
hablaban de los cuatro cerdos. Todos esperaban.
Al poco apareció el coche del veterinario.
Mi padre se adelantó a saludarlo.
- Buenos días, Antonio, dijo este al
bajar, alargando la mano.
- Buenos prometen, Don Francisco,
respondió mi padre estrechando su mano.
Después, con un:
- ¡Ea!, vamos al lío. Se acercó al corral,
donde 4 verracos se movían intranquilos.
Toda la paz terminó. El primero de los
cerdos, rompió en unos ensordecedores chillidos, que me hicieron temblar de
miedo.
Pepe, se acercó y mirando como llevaban al
animal al sacrificio, me dijo:
- Sabes, Rafa. El bicho huele a la muerte.
Entre 4 sujetaron al cerdo y el matarife,
en un alarde de habilidad lo degolló.
La imagen de la sangre saliendo a
borbotones y cayendo en el balde, me hizo retroceder un paso.
- Tranquilo, Rafa. Dijo Pepe, pronto te
acostumbrarás.
El cerdo fue izado y despanzurrado. Se le
acabó de desangrar y las tripas se empezaron a lavar.
Así, pasó con el segundo y el tercero,
entonces, los hombres, que ya empezaban a estar borrachos, nos miraron a Pepe y
a mí.
- Venid aquí. Apremió mi padre con una
sonrisa torva.
Sin entender que pasaba, nos acercamos.
- A ver esos cojones, rieron en grupo.
Y así me vi, sujetando una pata del
último berraco.
- Sujeta fuerte, chaval. Oí que
decía Manolo.
Tiré con todas mis fuerzas y sentí los
espasmos del animal agonizante. Recuerdo el entumecimiento de mis brazos y el
pulso acelerado de mi corazón.
Un manotazo en la espalda me sacó del
éxtasis sanguinario en el que me encontraba.
Miré a mi madre y ella me sonrió
complacida.
- El año que viene, necesitamos uno menos
en la matanza, habrá más beneficio, dijo ofreciéndome un trozo de carne asada.
El día transcurrió en un ambiente festivo.
Se despiezaron los animales y se procesaron.
Morcillas, chorizos, chicharrones, lomo en
manteca y un montón de carne que se iba consumiendo y preparando para su
conservación.
Mi padre, alardeaba de mí.
- Ahí lo tenéis, 9 años y capaz de sujetar
a un bicho más grande que él.
Me dieron vino y bebí sin ganas. Ya hacía
el trabajo de un hombre, debía comportarme como tal.
Recuerdo a Carmen, me miraba fijamente. Se
acercó y me dio un beso en la cara.
- Tienes sangre en la camisa y en las
manos, me dijo, estás muy guapo.
Después se fue corriendo junto a mis
hermanas.
Pepe, me miró y rompió a reír. Estaba
borracho y las chicas mayores lo rodeaban.
Aun hay noches en las que me despierta la
agonía de aquel animal y el olor de la sangre.
Desde aquel año, participé en cada
matanza, la última fue a los 14, no terminó bien. Yo acabé en un internado y mi
vida cambió, tomé las decisiones que creí y pagué por ellas.
Si he de ser honesto, no estuve acertado,
pero la verdad es, que tampoco me dieron otra opción.
Con el tiempo, mis recuerdos se han ido
diluyendo, pero hay una cosa que conservo nítidamente, aquella frase en boca de
4 borrachos.
- A ver esos cojones.
Fin
Rafa Marín
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