Encendió la luz del porche y salió desnuda
al fresco de la noche. Los dos mastines que guardaban la casa acudieron dóciles
y fieles. Ella miró la profundidad de sus ojos. Sintió un escalofrío al pensar
como sería el ataque de estos dos imponentes ejemplares.
Como movidos por un resorte, ambos animales giraron la cabeza hacia la oscuridad circundante y de inmediato corrieron hacia negrura, en silencio, como dos fantasmas.
La mujer sintió miedo y se refugió en el interior de la casa, cerró con llave y fue a buscar el revólver que guardaba en el cajón del escritorio. Un aullido feroz rompió el silencio nocturno.
Se agazapó en un rincón, a oscuras, vestida con el pavonado revólver negro. De afuera llegaban aullidos y lastimeras quejas, barullo de pelea y después el silencio.
La mujer no se movió, poco a poco fue clareando el nuevo día. Más cansada que asustada, se vistió. Siempre con el arma en las manos, salió al jardín. Caminó por los alrededores, descubrió un rastro de sangre, y un poco más adelante a los mastines muertos. El rastro de otro animal se alejaba. Ella, amartillando el arma avanzó, unos metros adelante había un enorme lobo, estaba malherido, los mastines hicieron su trabajo. Se acercó con precaución, la invadió un sentimiento de lástima. Disparó a la fiera a la cabeza y se volvió a la casa, abatida, casi llorando.
Se metió bajo la ducha y se frotó con furia, como queriendo arrancarse la sensación de culpa.
Llamó a la policía y comunicó el suceso. Al rato, apareció una patrulla rural, se hicieron cargo de los animales muertos y se marcharon.
La mujer descolgó por segunda vez el teléfono, esta vez llamó a la tienda de animales, dio su nombre y número de cliente. Luego el encargo: dos mastines ya adultos y adiestrados.
Como movidos por un resorte, ambos animales giraron la cabeza hacia la oscuridad circundante y de inmediato corrieron hacia negrura, en silencio, como dos fantasmas.
La mujer sintió miedo y se refugió en el interior de la casa, cerró con llave y fue a buscar el revólver que guardaba en el cajón del escritorio. Un aullido feroz rompió el silencio nocturno.
Se agazapó en un rincón, a oscuras, vestida con el pavonado revólver negro. De afuera llegaban aullidos y lastimeras quejas, barullo de pelea y después el silencio.
La mujer no se movió, poco a poco fue clareando el nuevo día. Más cansada que asustada, se vistió. Siempre con el arma en las manos, salió al jardín. Caminó por los alrededores, descubrió un rastro de sangre, y un poco más adelante a los mastines muertos. El rastro de otro animal se alejaba. Ella, amartillando el arma avanzó, unos metros adelante había un enorme lobo, estaba malherido, los mastines hicieron su trabajo. Se acercó con precaución, la invadió un sentimiento de lástima. Disparó a la fiera a la cabeza y se volvió a la casa, abatida, casi llorando.
Se metió bajo la ducha y se frotó con furia, como queriendo arrancarse la sensación de culpa.
Llamó a la policía y comunicó el suceso. Al rato, apareció una patrulla rural, se hicieron cargo de los animales muertos y se marcharon.
La mujer descolgó por segunda vez el teléfono, esta vez llamó a la tienda de animales, dio su nombre y número de cliente. Luego el encargo: dos mastines ya adultos y adiestrados.
Fin
Rafa Marín
Rafa Marín
No hay comentarios:
Publicar un comentario