Pablo era un tío bueno, ya me entienden,
de esos que son altos, con una sonrisa blanquísima y unos bíceps que hacían
temblar a las mujeres. Simpático, conversador y educado.
Corría por el parque, cada mañana lo
hacía, cuando de repente cayó de bruces al suelo. No había sido un infarto,
sino un perro que inesperadamente se metió por en medio.
Iba a soltar un juramento, pero dos pares
de larguísimas piernas femeninas le despertaron una sonrisa.
Las dos mujeres, de unos treinta y pocos,
lo miraban asustadas.
- ¿Se encuentra bien? Dijo una de ellas.
- Pepe, se nos ha escapado, se excusó la
otra.
Para compensar el tropiezo de Pablo con el
perro, las mujeres le invitaron a un zumo de frutas en una terraza cercana.
Allí, se presentaron y hablaron durante mucho rato. Intercambiaron los
teléfonos y quedaron para picar algo el viernes siguiente.
La semana pasó, con la lenta rutina de
hombre soltero y noches vacías. Por un lado queriendo ver a las dos mujeres y
por el otro, sabiendo que no habría más que unas risas y un deseo que se
quedaría en eso, una fantasía sin cumplir.
Le sorprendió la llamada de una de ellas,
eran las 5 de un caluroso viernes.
- Hola, Pablo. Recuerda que esta noche
hemos quedado. ¿Te apetece, verdad?
- Claro, dijo él, ¿quién no tendría ganas
de volveros a ver?
Quedaron para cenar en un pequeño
restaurante del puerto, era un sitio tranquilo y poco frecuentado, pero del que
había oído hablar muy bien. Un sitio "exótico", le había comentado un
amigo.
A las nueve y media entró en el local.
Apenas media docena de mesas estaban ocupadas. La música sonaba triste y
melancólica, con sabor a fado y a historias con tragedia.
Le atendió un joven con delantal negro y
camisa a rayas. Él dio su nombre y el camarero le llevó a una discreta mesa al
fondo del local, le ofreció una copa de vino y se alejó silencioso.
Las mujeres, se hicieron esperar, lo justo,
como para que la sorpresa se dibujara en sus ojos al verlas acercarse.
Hermosas, bronceadas y felinas.
Con gesto torpe, se levantó y al saludarla
con un beso en la mejilla notó el embriagador perfume de ellas. Dulce y con ese
aroma que invita al pecado.
Cenaron poco, pescado y ensalada y ese
vino blanco que casi sabía a fruta prohibida.
Después, él propuso un bar del centro,
pero ellas riendo le dijeron que no. Tenían una sorpresa, subió el coche de
ellas y se dejó llevar. Salieron del pequeño pueblo y por la carretera de los
montes cercanos, en un rato, que entre charlas y risas se le hizo corto,
llegaron al inmenso portón de hierro forjado. Este se abrió lento y silencioso,
el vehículo se adentró en la finca avanzando por un cuidado camino bordeado de
setos altos, al fondo se recortaba una mansión bajo la luz de la luna.
Pablo, entre excitado y algo preocupado,
no paraba de pensar como acabaría la aventura, pero sus gestos y su voz, no
dejaron que asomará el mínimo atisbo de miedo.
En la escalinata de entrada, aguardaba
otra mujer, vestía uniforme de guardia de seguridad. Nada más parar el coche,
abrió la puerta a Pablo y después, tras apearse las dos mujeres, se llevó el
coche a un lugar desconocido.
La mansión estaba iluminada con la
confortabilidad de la penumbra y las mujeres guiaron al hombre directamente a
una alcoba.
Desnudos los tres se dejaron arrastrar al
infierno de la pasión desatada y poco a poco el placer los hundió en el plácido
sueño.
Pablo, despertó sobresaltado, como si algo
no funcionara bien. Contemplo a las dos mujeres que dormían a su lado.
Todo está bien, pensó. Al poco volvía a
dormir plácidamente. Entonces, ellas abrieron los ojos, el brillo de la hoja
del cuchillo iluminó sus miradas y una copa que vacía, aguardaba para llenarse
con sangre.
Fin
Rafa Marín
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