Caminaba sin parar, con esa constancia incansable que da la determinación. Solo, de tarde en tarde, tomaba un vaso de agua y se sentaba unos minutos. Aquella tarde fue distinto, apenas dio unos miles de pasos, se sentía cansado. Nadie notó que se moría en silencio.
El solitario banco de piedra entre la fronda del parque lo ocultaba de las miradas indiscretas. Permanecía encogido como un niño aún por nacer; como se encogen los soldados en la trinchera, tembloroso y asustado. Hacía frío, pero él no lo notaba, solo miraba al suelo.
Entre las hojas del otoño había una carta llena de letras emborronadas por las lágrimas de quien la escribió. ¿Cómo podía ayudarla? Esa era su pregunta sin respuesta, su mayor y único miedo, su impotencia. La noche comenzó a caer y al fin se decidió, tenía que actuar.
Durante la noche ideó un plan, sabía dónde vivía y conocía bien aquella ciudad. Se tomaría unos días de fiesta en su trabajo, era cartero; y así tendría la posibilidad de elegir el momento más oportuno. Aún hacía algún "trabajito", esas cosas no se olvidan.
Durante la mañana se dedicó a limpiar y acondicionar su rifle de francotirador. Luego llamó a su jefe y le contó una historia sobre un familiar enfermo, le dieron 8 días, más que suficiente.
Mientras conducía hacia su destino pensó en ella, recoreana aquellos días felices, como se conocieron y como los separó la vida. La amistad que mantuvieron y los breves y furtivos encuentros. La recordaba hermosa, fresca y sobre todo libre. También recordó el día que eligió una vida cómoda y un marido mayor y rico. La tristeza veló sus ojos un instante, luego sonrió con tristeza, quizás él habría hecho lo mismo.
Ya en su destino, buscó un punto de observación frente a la casa de ella. No fue difícil, a unos 400 metros había un edificio de oficinas abandonado, todo un golpe de suerte.
Desde la seguridad de la penumbra que le daba la habitación observó la rutina de ella, quien entraba y salía, cuando estaba sola y cuando no.
En dos días ya estaba todo dispuesto, a la mañana siguiente actuaría.
Montó el rifle, eran las 9 de la mañana, ella acababa de desayunar. Apuntó meticulosamente, la veía tan guapa, observó cada habitación con la mira telescópica, volvió a ella, la tenía tan cerca. Apretó el gatillo, no se quedó a mirar el resultado, ya sabía cual era.
Con tranquilidad abandonó el edificio, tras él no quedó nada que pudiera ser de ayuda a la policía. Fue a su hotel y permaneció en él un par de días más. Luego tomó el camino de regreso s su ciudad.
Mientras volvía, recordó la carta, el horrible cáncer de huesos y el dolor, la heroína que la mantenía abotargada y su deseo de terminar cuanto antes.
Lloró, con el desconsuelo con el que lloran los que han perdido todo, con la amargura del enamorado, en la soledad de su viaje.
La policía estuvo acosando al marido de ella durante meses, pero no encontró nada que lo vinculase con el crimen organizado, y dada la enfermedad de ella, tampoco le creyó capaz de asesinarla por otra. Fue otro caso sin resolver, quizás una equivocación, quizás un error.
Fin
Rafa Marín