Se miró al espejo y sólo vio las nieblas del pasado, un pasillo tan estrecho que apenas mostraba una estrecha franja de luz. Tembló como un brote tierno bajo la lluvia en primavera.
Dio un paso atrás y luego otro y otro hasta quedar con la espalda pegada a la pared, pero nada, por mucho que se alejara, el espejo siempre permanecía a la misma distancia; gris, frío e impertinente.
La mujer sacudió la cabeza, se arreglo el pelo, fingió una sonrisa y se dirigió hasta el salón donde todos esperaban.
Desde lo alto, vio como todos la miraban. Pero esta vez, vio las medias sonrisas y las miradas furtivas. Tragó saliva y descendió los peldaños como si la escalera descendiera a los infiernos.
En cada escalón le invadía un recuerdo, una ansiedad del pasado sin curar.
Aquella vez que impotente vio como los soldados invadían su hogar, el miedo en la cara de aquellos hombres sucios y vociferantes. La muerte de su hermano al caer del viejo pino con un nido en las manos. La noche en la que empujó a su amante para ocultar su infidelidad.
Ahora, descendiendo esa escalera, se sintió vieja y adulada, no era más que una heredera que no hizo nada por amor.
Solícito, su nuevo y joven marido, le ofrecía un brazo, un apoyo que no necesitaba. Lo miró y se dejó llevar.
Era su cumpleaños y no podía decepcionar a aquella manada de gentes interesadas.
Tomo la copa la levantó y con voz apagada, brindó por todos.
La fiesta se alargó hasta tarde y fingió no ver como su adorable marido salía con una joven y atractiva chica a los jardines. Ella había hecho lo mismo otras veces, nada importaba.
Ya en su alcoba, tumbada y sin sueño, le llegaron otros recuerdos.
Los mendigos de las calles en ruinas, las chicas que vendían su cuerpo por un cartón de tabaco o por un poco de dinero. Aquel chico que soñaba ser poeta y al que por error mataron.
Se durmió con una lágrima en la mejilla.
El amanecer la sorprendió como nos sorprende una ráfaga de tiros al torcer una esquina.
Desayuno sola, como lo hacía casi siempre.
Hizo un par de llamadas y luego pidió que prepararán su coche, tenía asuntos que resolver.
Su chófer y guardaespaldas, le abrió la puerta del automóvil, pero ella decidió sentarse en el asiento del copiloto.
Con su cara carente de todo rastro de emoción, Anselmo, preguntó.
- ¿A dónde quiere ir, señora?
- No lo sé, respondió, me gustaría sentir el pulso de la ciudad.
- Bien, quizás deberíamos empezar por los barrios obreros.
- Si, dijo la mujer.
Durante el trayecto, miró la silueta del horizonte, la sinuosa carretera, todo parecía distinto. La luz y el cielo se mostraban con toda su fuerza.
La ciudad los acogió con a todos, entre ruido, humo y atascos.
El barrio era tranquilo, personas que caminaban su quehacer diario entre saludos y sonrisas.
Anselmo aparcó junto al mercado, la mujer lo miró y éste, sonrió.
- Aquí se mide el pulso de la ciudad, dijo y le guiñó un ojo.
Por vez primera no sintió pánico, solo era una más entre el bullicio y las voces que inundaban en recinto.
Anselmo, le guió hasta un bar, en un rincón del edificio.
Tomaron café y ella se dejó envolver por el olor a pan tostado.
Hablaron de los precios de la fruta, de las bondades del pescado y del trabajo de los carniceros.
Tras la primera visita, Anselmo, la llevó a la zona industrial.
Allí, una ingente masa humana, se afanaba en entrar o salir de las fábricas o llenaba los restaurantes de menú o simplemente hacía corrillos entre el humo del tabaco.
Anselmo, eligió un restaurante lleno de carteles con fotos de su oferta culinaria. Se sentaron en una mesa junto a la ventana y siguieron hablando.
Esta vez sobre salarios, horas y huelgas. Los enfrentamientos con la policía, las barricadas y el miedo.
La mujer observaba a su empleado, el brillo en la mirada de este y sin poder evitarlo le preguntó.
- ¿Cómo sabes todo eso?
- Muy fácil, señora, mis padres trabajaba allí, dijo señalando a un edificio.
Él, se dejó arrastrar por los recuerdos y habló de las noches frías, los apagones y la desesperanza. De la ropa heredada, de los juegos en un parque sin columpios y de los viejos que nada esperaban.
- ¿Son buenos recuerdos? Preguntó la mujer.
Anselmo, cerró los ojos y negó con la cabeza.
- Sabe, dijo sin abrirlos, fueron tiempos difíciles. Las drogas, la carestía de casi todo y la falta de ilusiones, se llevaron a muchos. Sólo han cambiado los días, en el fondo todo sigue igual.
- Pero parecen felices, repuso la mujer.
- Que remedio, aquí, también saben disimular.
La mujer miró al chófer y su mirada vidriosa.
Permanecieron en silencio mientras comían.
Ya de vuelta en el vehículo, Anselmo, la llevó a las afueras, a las carreteras comarcales, donde las prostituta se ofrecían.
Ella, miró y con voz queda dijo.
- Nada ha cambiado, todo sigue igual, como en mis recuerdos.
Pidió volver a casa, ahora sabía que nada cambia, todo es igual, sólo cambia el recuerdo, que con el tiempo se va retorciendo hasta hacerse llevadero.
Fin
Rafa Marín