Yo no soy muy especial, aunque si soy un poco raro. Verán.
Por aquel entonces, vivía en Cádiz, exactamente en la plaza de San Martín,
barrio del Pópulo.
Dicen que uno de los más antiguos de occidente, allí se descubrió la tumba
de una reina fenicia; pero vamos a lo que quiero contar.
Junto a la plaza, hay un pequeño callejón cerrado por una verja, es el
callejón del duende. Al parecer, durante la invasión napoleónica, un oficial
francés, tuvo la suerte de caer enamorado de una joven dama gaditana, con la
que se citó en ese callejón. La joven, esperó y esperó y esperó, hasta que
según dicen de pena y amor se murió. Su amado, fue preso por la milicia y ejecutado
al instante, cosa que ella nunca supo.
Desde entonces, cuenta la leyenda, que en las noches de luna, al fondo del
callejón se ven dos sombras que se abrazan enamoradas.
Yo vivía en la famosa casa del Almirante, con su fachada de mármol rosa y
sus pasadizos al puerto.
Aquella noche (era martes de carnaval), fui invitado a un baile de máscaras
en el colegio de San Felipe, y decidí usar como disfraz un uniforme de gala de
un oficial del ejército de Napoleón.
El baile, como todos los bailes de máscaras, fue fabuloso, lleno de mujeres
hermosas, padres celosos y miradas atrevidas.
Ser para el resto un desconocido, me envalentonó, despertando mi boca al
requiero zalamero y cortés. Tras pedir una copa, pasee mi gracia entre saludos
y reverencias al estilo de la época, pues estaba completamente metido en el
"tipo", hasta hablaba español con acento de Marsella.
De buenas a primeras, me encontré paseando por una de las terrazas, bajo un
cielo estrellado y frío. En un rincón alejado del bullicio y casi en sombras, vi
a la mujer. Me acerqué a ella cauteloso, no quería asustarla ni parecer
indiscreto. Pero cuanto más me acercaba, más necesidad sentía de conocerla.
Estaba ya a unos diez metros, cuando la mujer giró la cabeza hacia la
esquina y corriendo, desapareció tras ella. Imaginando en ella, la urgencia de
una amante, volví mis pasos a la fiesta, me centré en la ingesta de alcohol y
tras unas horas, abandoné el lugar más borracho que Panique.
La noche, aunque fría, invitaba a pasear y dirigiéndome a "Puerta de
tierra", mientras fumaba, levanté la vista al océano de estrellas. La
luna, brillaba llena y solitaria, como creo que lo hacen las diosas.
Decidí caminar por el campo del sur hasta el baluarte, así podría despejar
la cabeza de mi embriaguez. Pasaba justo por detrás de la catedral, cuando el
frufrú del roce de un vestido de seda me hizo mirar hacia una calle en sombras.
Pensé enseguida en la mujer de la terraza de San Felipe, pero al no oír
pasos, lo achaqué todo a mi imaginación y seguí con el paseo.
Tras un rato y ya recuperada la compostura, inicie la vuelta a casa,
intenté bajar por la calle viña, pero había tal tumulto que rodee el barrio
para entrar por donde la tumba de la reina, torcí a la derecha y me topé con el
callejón y su verja abierta. Di un paso y allí, al fondo, como un fantasma,
estaban la mujer y su vestido de seda blanca. Me miró y su sonrisa al
hacerlo fue cuanto necesitaba.
Decidido fui hasta ella y nos abrazamos. Entonces, oí la verja cerrarse. Al
instante recordé la leyenda, pero ya era demasiado tarde. Nos fundimos en un
beso y desde entonces cada noche de luna llena, como un loco al que todos rehúyen,
me sitúo frente a esa maldita verja cerrada con mi uniforme de gala, esperando
a que aparezca la dama y con un beso de esta prisión me rescate.
Fin
Rafa Marín
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