La cosa empezó como casi siempre empieza todo, con un amanecer incierto,
lleno de nubes bajas.
El camino se abría hasta convertirse en una autopista de muchos carriles y
todos de doble dirección.
- Has oído, susurró alguien a mi espalda.
- Calla, respondí.
En el cielo brillaban con su rencoroso canto, los ojos furiosos de aquellos
emplumado carroñeros. Los perros no les habían dejado nada, solo míseros restos
de piel quemada y huesos rotos.
- ¡Corred! -grité-
Solo dos o tres levantaron la cabeza para mirar a los ojos a su perdición.
El resto, chicos obedientes, se escabuyó entre los matorrales de una profunda
cuneta.
Estoy despierto y miro la oscuridad de la noche que entra por la ventana.
No se que hora es, el teléfono no para de soñar escondido entre las
sábanas. Enciendo otro cigarrillo, no sé cuántos van ya.
El silencio es roto por unos golpes en la puerta, me sobresalto y lanzo una
obscenidad.
- Abra, señor. Es importante.
Me levanto y dudo, al final, como siempre, obedezco. Sólo soy otro perro
fiel, otro ser lleno de rabia.
Me dan un sobre y el silencio se hace otra vez.
Dentro como de costumbre, una foto. Al dorso un nombre y datos que me
ayudaran a localizarle.
Busco el reloj, son las 7 y ya empieza a amanecer. El invierno parece
perpetuo, como aquella mirada congelada de miedo.
- Pobre desgraciada, pienso.
Ya nada es igual, ahora no hay un muro en el que resistir. Sólo dragones y
tigres que se cazan.
De dragones y tigres.
Rafa Marín
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