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miércoles, 17 de febrero de 2021

El demonio y yo (relato corto)

 Hace mucho tiempo, vi al demonio. Verán, les cuento.

Todo ocurrió una noche lluviosa de invierno, ya saben, truenos, rayos y lluvia, mucha lluvia. Tras terminar la jornada de trabajo, tomé el coche y me fui a casa, por aquel entonces, vivía en un apartado chalet cerca de la playa. Era un lugar muy agradable. Tenía un seto altísimo que rodeaba la propiedad y protegía el enorme lugar de miradas curiosas. No le faltaba de nada, piscina, frutales, hasta garaje y cenador de verano tenía.

Me sorprendió lo económico su precio de alquiler, pero como estaba apartado no sospeché. El dueño puso como condición, hacerme cargo de dos enormes mastines, cosa a la que accedí encantado. Imaginen, un trozo de edén y encima con dos ángeles guardianes. Los días pasaban bucólicos y los perros y yo, pronto nos hicimos inseparables.

Cada día salíamos a recorrer las soledades que rodeaban todo, y la playa era un hermoso arenal igual de solitario que yo. Llegó el verano, y con él, amigos y familiares, lo que para mí era un incordio, para "Negro" y "Grandullón" fue una aventura. La casa llena de gente y barbacoas a diario. Pero como llegó, se fue.

El otoño trajo la ansiada soledad y los atardeceres más espectaculares que había visto. La vivienda era grande y tenía contratada a una chica, la cual pasaba 2 veces en semana a hacer limpieza. Cada día, dedicaba algunas horas a la rehabilitación, un percance que tuve y que no tengo interés en contar. Pero como les digo, me sentía feliz y satisfecho.

A mediados de noviembre, no recuerdo el día. María, mientras retorcía una bayeta entre sus manos, me dijo que llegaba el invierno y que ella no volvería. Me sorprendió, pero entendí su postura. Nada más lejos de mi intención que obligarla a hacer algo que no quería. Así que, tras finiquitar nuestro acuerdo, me dispuse a contratar a otra persona en el pueblo cercano. Fue imposible, nadie quería pasar por el chalet. Reconozco que me enfadé e incluso llegué a llamar paleta a la dueña de una agencia, la cual me recomendó, dejar el sitio.

En este punto, entran en el asunto varios detalles, ahora los reconozco, a los que no presté atención. Los perros, parecían rehuir una zona, la trasera del garaje e incluso, parecían rechazarme a mí. Aquel día, como les dije al principio, la tarde dio paso a una noche tormentosa h muy desagradable. Recostado en un sillón, mientras los canes dominaban cerca del fuego de la chimenea, o un terrible estruendo y un espeluznante grito. Sobresaltado, tomé el atizador del fuego y me dirigí a la puerta. Los mastines gruñían y ambos empezaron a ladrar a la puerta. Atizador en alto, abrí, pero más allá del porche sólo se distinguía la cortina de agua iluminada cada poco por el brillo cegador de los rayos.

Negro, quizás empujado por su instinto se dirigió a la cochera y desde una prudencial distancia, entre amagos de ataque y ladridos, consiguió que yo me atraviese a salir para indagar. Tome una linterna y armado de coraje y un atizador, obligué a Grandullón a acompañarme. Llegamos a la esquina del garaje y todo sucedió de pronto. Grandullón, aullando lastimeramente, tiró de mí, haciéndome caer, perdí linterna y atizador, e indefenso bajo la lluvia vi como los dos enormes perros se escondían en la casa.

Valiente por necesidad, tanteé el suelo, y tras asir el atizador, con él en alto, torcí la esquina. Dispuesto amatar o morir. Lo que vi, me hizo retroceder de espanto. Corrí hasta la casa, me encerré con llave, alimenté el fuego y abrazado a los perros, pasé la noche temblando de miedo.

Al día siguiente, llamé al casero y tras inventar una excusa, le informe que tenía que dejar la casa. Acordamos que le entregaría la llave esa misma tarde. Al vernos, el hombre me vio muy nervioso y me preguntó si pasaba algo. Lo miré a los ojos y a mi vez, le pregunté si sabía lo que había tras el garaje.

- Caro, respondió rápidamente, allí hay un viejo espejo que heredé hace algunos años.

Me explicó que una tía lejana, con fama de ser una persona excéntrica, había comprado aquel espejo y que este, reflejaba en invierno a quienes llevamos dentro. 

 Fin. 

Rafa Marín

 


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