Se oye a lo lejos, al pasar sobre el puente nuevo, el pitido del tren. Viene rumiando la prisa y como cada mañana, ella toma su pequeña maleta y se pone de pie. Hay en el resto de viajeros una tensión y a la vez una media sonrisa; sólo el jefe de estación no mira. Se detiene el ferrobús y mientras los viajeros se apuran a subir, la chica permanece quieta, luego se vuelve y desaparece en el vestíbulo. El jefe de estación, como cada madrugada, en silencio la mira y en su mirada brota el brillo del amanecer junto a una lágrima. Pedro, ese día llegó justo para ver al tren partir, la chica que cada mañana no tomaba el tren se cruzó con él. Ella nunca habló con nadie, parecía no ver a los 6 ó 7 viajeros habituales que tomaban el primer ferrobus para que les llevara a la ciudad cercana. Con gesto cansado saco una cajetilla de tabaco y mirando al ferroviario le ofreció, el hombre tardó un instante en reaccionar, y con una sonrisa aceptó. ¿Quién es? Preguntó el chico; cada mañana la veo, pero nunca viaja. El hombre dio una calada profunda. Tengo café recién hecho, aún hay tiempo para el próximo tren, le contaré una triste historia. Pedro asintió y a la vez pensó que dada su profesión (era periodista), no estaría de más conocer el día a día de esa pequeña estación a las afueras de la gran ciudad. Juan, que así se llamaba el perenne ferroviario, sirvió dos pocillos de café y ofreció asiento al joven destro del gabinete de circulación. Suspiro y mirando con una seriedad casi monástica, le dijo: Todo comenzó hace mucho tiempo, ese día yo tenía descanso. Era una fría mañana de invierno y la joven fue a tomar el antiguo expreso que ya no pasa. Como tú, ella llevo un poco apurada, el tren ya iniciaba la marcha e intentó subir a él, resbaló y cayó bajo las ruedas. La joven era mi esposa, murió aquí mismo.
Fin
Rafa Marín
No hay comentarios:
Publicar un comentario