El verano iniciaba su andadura y como cada año, de los nidos del tejado
llovían criaturas sin plumas.
A veces gorriones osados y otras, desahuciados por el tordo malévolo, pero
raro era el día que un par de pajaritos no adornaban el suelo del patio.
La mujer, con sus cándidas manos los recogía, que remedio. La experiencia
de cada año pasado se lo pedía.
Tenía preparado un cajón y restos de un viejo colchón de lana y cada vez
que sus quehaceres se lo permitían, los embuchaba con pan migado en agua y
leche.
Yo, huidizo siempre, me asomaba a mirarla.
Los pajaritos emitían incesantes, la letanía del hambre, a la vez que las
plumas iban cubriendo sus cuerpos.
Los sacaba cada tarde al fresco de la sombra y entonces ocurría el milagro.
Mientras la mujer (mi madre) se afanaban en el zurcido de sietes en pantalones
y gastados calcetines, se llenaba aquella inmensa jaula de trinos de gorrión.
Madres todas, atrapadas por la osadía que sólo tienen las madres, bajaban
al filo del cajón y miraban a la mujer. Se posaban a sus pies y también sobre
su regazo y hombros.
Otras veces, a causa de la presencia del ogro, revolotean inquietas y
feroces. Con constantes vuelos rasantes que invitaban a éste a marcharse.
Los pájaros crecían y se elevaban libres al cielo caluroso del verano. Yo,
como digo, huidizo casi siempre, dejaba de sentir curiosidad y me embarcaba en
expediciones al arenero o a los pocillos, aún a sabiendas del castigo que
recibiría.
Una mañana, después de haber sido cobijado entre las ramas de aquel viejo
olivo, (la noche fue tan cruel, que huí para no recibir, como siempre lo mío),
al entrar en casa por la tapia del patio de los gorriones descubrí a la mujer,
así la llamaba mi padre, tirada en el suelo.
Asustado y con tanta ira, que casi me parto la crisma al bajar, intenté
acercarme a mi madre, pero de los aleros, igual que un enjambre de furiosas
avispas, salieron los gorriones, no me dejaron hacerlo.
En vuelos imposibles y atronadores trinos, me rodearon y arrinconaron lejos
de ella.
Desde el suelo, ella me miró, levantó una mano y susurró.
- Es mi hijo.
El batallón de pájaros, dejó de acostarme y todos se posaron en torno a
ella.
Por un instante, el sol del amanecer, reflejado en los cristales de una
ventana, iluminó la escena y entendí, que esa mujer, pequeña y amable, no sólo
era mi madre, también era un ángel, ya que por un instante, unas alas grises le
brotaban de la espalda.
El verano pasó y aunque el ogro siguió con su lacerante faena, tuvo el
doble de trabajo, ya que antes de pegar a la mujer, tenía que boblegarme a mí y
a toda la furia que por él sentía.
Hoy, casi 50 años después recuerdo la escena, no puedo jurar que fuera
realmente así, pero si recuerdo su cara y su mirada y a los gorriones que cada
día, como osados paladines sobre ella se posaban.
Fin
Rafa Marín
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