- Te quiero. Musitó
Ella le lanzó un beso sin moverse, se sentía plena y su sed estaba saciada.
Se oía a los perros ladrar, todo parecía perfecto.
Por algún motivo, la sombra de la duda se fue apoderando de él, sentía ese zumbido eléctrico de la valla que rodeaba aquella caseta en mitad de la nada.
La luz dejó de entrar por las rendijas y los perros se callaron, hasta la mirada de la chica cambió. Se sintió abrumado y, tomando los vaqueros del suelo, se acercó a la puerta.
Abrió para descubrir una noche cerrada, sin luna ni estrellas, solo el resplandor lejano de los rayos, que acompañaban a aquella extraña tormenta.
La casa grande, estaba a unos 200 metros y salvo por la luz oscilante del porche, parecía abandonada.
Le golpeó el olor a lluvia, lo sintió pleno. Va a caer una buena, pensó, mientras buscaba con la mirada a la chica. Esta, estaba junto a él, desnuda y a la vez cálida.
- Mira, dijo señalando al horizonte.
A lo lejos, el espectáculo de luces se veía acompañado por un rumor sordo y tardío. La chica le abrazó por la espalda, sintió la plenitud de sus pezones, la ternura de sus senos...el olor de su sexo.
La tormenta llegó, como desatados mil infiernos. Pero ellos, atrapados en el granero, nada temieron. Se amaron, una y otra vez, no querían saber de la lluvia, ni los rayos y sus truenos.
Este día, las noticias hablaban del desastre que estaba azotando al mundo. Una tormenta de dimensiones y origen nunca vistos, mantenía en jaque a los servicios de emergencia de todas las naciones.
Huracanes, tifones, tornados e incluso monstruosas tormentas eléctricas, causaban el caos y la destrucción.
El mar se adentraba en tierra firme, las presas se derrumbaba, hasta las arenas lo los desiertos se sumergían bajo las aguas.
Los líderes religiosos convocaban a la oración, los líderes políticos acusaban a otros de alterar el clima. Pero la pareja seguía en el granero, ajenos a cualquier cosa que no fuera ellos mismos. Perdieron la noción del tiempo, pero no lo notaron, nada existía salvo el granero y la necesidad de amarse.
Poco a poco, todo vestigio de civilización fue desapareciendo. Quebró la economía, las fuentes energéticas colapsaron, hubo guerras y epidemias y, al final cesó la tormenta.
En su granero, la joven pareja tomó por fin conciencia de sí. Se miraron y al ver la luz que se filtraba por las rendijas de la pared del granero, rompieron a reír. Por alguna inexplicable razón, sentían que algo había cambiado. Ella notaba que estaba embarazada y el percibía que el mundo que habían conocido ya no estaba.
Abrió la puerta del granero, la vieja casa no estaba. Sólo una variopinta manada de animales rodeaba la valla, que ya no emitía el zumbido eléctrico.
El chico se rascó la cabeza, luego se encogió de hombros y mirando a la manada pronunció:
Creced y multiplicaos.
Esta escena se reprodujo por cientos o miles de veces en todo el mundo, aunque las jóvenes parejas ni entendían ni pretendieron nunca entender.
Rafa Marín