Miró a su espalda, el mar Mediterráneo se extendía a sus pies, infinito y azul.
Sonrió y dio el primer paso. Ahora ya no había vuelta atrás. Suspiró y mirando a su perro dijo con suavidad.
- Vamos compañero, esto acaba de empezar.
No sabía si volvería a ver otra vez el mar.
El camino zigzagueaba en su ascenso por la ladera cubierta de hierba y matorrales, al poco dejó de ver la linea de costa y ante sus ojos, como un presagio se abría la cadena montañosa.
Sobre su espalda una mochila y una ilusión. En una mano la correa que sujetaba al can y en la otra, un pesado bastón de madera de londón, el cual apoyaba al compás de sus vivaces pasos.
La soledad del paisaje se veía roto de tarde en tarde, un ciclista o dos, otro caminante con el que se cruzaba. Pero por lo demás, nada, ningún ruido, ninguna estridencia. Sólo esa paz de los días de una primavera que avanza.
La primera jornada acabó junto a un refugio. En él, había una buena provisión de leña y aunque no hacía frío, decidió compartir su soledad con un buen fuego. Colgó la lámpara de bombona azul de una escarpia y mientras la noche se despertaba, se preparó para compartir la cena con el perro. Terminada la cena, y esperando al sueño, tomó el cuaderno y escribió las sensaciones y lo que había visto.
Se asomó al cielo nocturno y miró arriba, por encima de las montañas, se sintió felizmente pequeño. Eso nunca se lo podrían robar.
Se metió en el saco y durmió, con la fatiga de quien ya no recordaba su última caminata.
Amaneció con frío y niebla, ya saben, el clima de las montañas. Así que sin aspavientos, se puso el chubasquero, acondicionó la mochila y tras un desayuno fuerte, hombre y perro, salieron decididos a afrontar la segunda jornada.
No hizo falta mucho tiempo para que una fina llovizna pintara de plateados charcos el embarrado camino. Pero, entonando una vieja cancioncilla de su niñez, el caminante paso a paso, fue ascendiendo bajo el palio de la arboleda.
Tras varias horas bajo la lluvia, buscaron resguardo bajo un saliente rocoso, allí, los dos amigos compartieron pan, agua y algo de carne seca. De repente, el perro levantó la cabeza y corrió hacia unos matorrales. Al poco volvía con un conejo entre las fauces. Aceptó el regalo y tomando la navaja, lo avisceró.
- Esta noche cenaremos conejo, dijo a su perro.
El animal, saltó un rato alrededor de él, como si entendiera la propuesta.
La tarde avanzó con rapidez y les sorprendió la noche lejos del siguiente refugio. Así que, buscó donde guarecerse. Tuvo suerte, allí, apenas a una veintena de pasos del camino, un hueco entre dos rocas, les esperaba seco y acogedor.
Buscó leña y con más fortuna que maña, consiguió encender una fogata.
Cesó lo lluvia y el cielo se abrió a la soledad de su silencio. Lloró, con las lágrimas de la redención, como se llora al haber obtenido la paz deseada.
El amanecer le trajo frío y fiebre, pero no importaba, esa era la última etapa. Ya nada volvería a quitarle lo que le costó una vida encontrar.
- Vamos, viejo amigo. Le dijo al perro.
Soplaba el viento en las quebradas, ahogando la tos que nacía de su pecho.
La soledad del paraje era abrumadora y por fin, liberado de su correa, el fiel animal corrió libre.
Lo vio marcharse y sonrió, que hermosa es la libertad, pensó.
Como pudo, continuó su camino, sin tristeza y sin miedos. Todo se volvió luminoso...
Dos días después, un montañero encontró al perro y como éste llevaba collar, se dio la alarma.
Encontraron la mochila intacta y al rato, las botas, pantalón, camisa y anorak, pero nunca se encontró su cuerpo.
Desde aquel suceso, al tramo se le comenzó a llamar "La barranca del desaparecido"
Se contaron historias, más o menos exageradas, pero nunca se supo la verdad.
Fin
Rafa Marín