Segunda parte del relato.
Con la mayor discreción de la que fui capaz, me dirigí a la susodicha mina.
Tras viajar primero en avión, realizando escalas por todo el mundo, con el
único fin de borrar mis huella, acabé por dar un rodeo de miles de kilómetros.
Aún y así, el último tramo lo hice en un automóvil que compré en un
concesionario de vehículos de segunda mano.
Fue un viaje de cinco días y cinco noches, transitando siempre por
carreteras de mala muerte, todo por el afán de no ser detectado.
Al llegar a tan misterioso lugar, bueno, la verdad es que me sentí
decepcionado. La mina, no era más que un polvoriento agujero, eso si, muy bien
disimulado en un lugar ya de por sí, alejado y discreto.
Después de tanto afán y kilómetros, no me quedó más opción que adentrarme
en sus misterios y explorarla. La galería principal y única, estaba muy bien
entarimada, el tío André, fue meticuloso en eso y yo se lo agradecí con una
suspiro de alivio.
Encendí una pequeña linterna y avancé hacia el interior de lo desconocido.
No habría caminado mas de cien metros, cuando me llevé la primera sorpresa. En
un lateral de la galería vi una puerta, por supuesto cerrada, pero que se abrió
al primer intento de forzarla.
Dentro de la sala que cerraba la desvencijada puerta encontré todo lo
necesario para subsistir por algún tiempo, además de picos, palas, carretillas,
cedazos y bujías para iluminar la mina. También encontré un arcón de madera
semioculto entre la comida enlatada. Al abrirla, una sorpresa más, en su
interior una canana con dos revólveres y munición. Ahora estaba intrigado, así
que tras comprobar las armas, me ajusté la canana y tomando pico y pala, las
coloqué en una carretilla, encendí una de las bujías y me adentré bajo la
montaña esperando nuevas sorpresas.
Caminé durante mucho rato, no sé cuanto, pero me pareció que varias horas,
hasta que la tenue luz iluminó el final de la galería. Levanté la lámpara y
quedé paralizado por el asombro. Entre las rocas y tierra se destaparon a la
luz los brillos de las piedras preciosas. Los colores verde, amarillo, azul,
rojo o simplemente brillantes decoraban aquella pared.
Comencé a picar con cuidado y pronto perdí toda noción del tiempo. Por fin,
la imposibilidad de levantar el pico me hizo parar. Desde la última vez que
había mirado el reloj antes de entrar en la mina, habían pasado 15 horas. Con
más de 30 gemas en mi poder, decidí volver a la sala más eufórico que cansado.
Abrí una lata de comida y comí con apetito voraz, luego me quedé dormido.
dormía poco y mal, cada vez más pendiente de los posibles intrusos que
pudieran venir a robarme mi tesoro, cada eran más constantes mis paradas para
intentar oír los pasos de alguien que se aproximara y los ratos de sueño se
convirtieron en un duerme vela agotador. Así entre la retirada de escombros,
entarimado de la galería y obtención de tesoros, pasaron los días, las semana y
los dos meses. Me di cuenta que transportar las piedras sin llamar la atención
iba a ser un problema.
Dediqué horas a planear un sistema seguro para el transporte de las
riquezas, ya que para que no se supiera de donde había obtenido las piedras,
debía poner cierta distancia entre la mina y el posible lugar de embarque para
el regreso. Mi última semana en la mina consistió en trabajos para disimular la
entrada, esparcir los escombros y rebuscar entre estos cualquier gema que
pudiese haber pasado por alto. Una vez satisfecho, tomé la carretera para
volver a la odisea del regreso.
Me dirigí a la frontera, con más preocupación que prisa, hasta que una vez
en el puesto fronterizo vi al agente. Le deje caer un par de billetes de cien $
y automáticamente desapareció el interés del agente por el vehículo, por mí y
por cualquier contenido del maletero.
Poco a poco gané en confianza y así llegué al puerto donde contratar un
contenedor y enviarlo a algún país desde el que poder mandarlo a otro y luego a
otro, hasta hacer desaparecer cualquier pista de su procedencia.
Yo utilicé la misma técnica que usé para llegar y tras dejar atrás muchas
fronteras y aeropuertos, llamé a Julio. Le indiqué que estaba en Panamá y que
mandara un jet a buscarme.
Una vez en la finca vi las caras de asombro y preocupación de todos, mi
aspecto era el de una persona literalmente deshecha, estaba demacrado.
Me dediqué a dejar pasar los días y a recuperar la salud que había perdido
y así varios meses después, me notificaron la llegada del contenedor.
Este estaba cargado con muebles y cachivaches que se habían ido añadiendo a
la vez que pasaba por los tránsitos portuarios, era imposible que nadie supiera
su procedencia original y yo, destruí la documentación nada más la tuve en mi
poder.
Guardé en la caja fuerte el tesoro que tanto me había costado conseguir,
excepto dos diamantes de regular tamaño que regalé a Antonia y un par de
berilos y un rubí que reserve para Julio.
Tras separar las esmeraldas, el resto de joyas se quedó a buen recaudo.
Una noche, en la que sólo quedaron en la finca los agentes de seguridad,
tomé las esmeraldas y bajé a la cripta, donde hice el ritual colocando las
esmeraldas en torno a la urna con las cenizas del tío André.
Me dedique entonces a disfrutar de la herencia, viajé y descubrí un mundo
muy distinto al que conocía. Goce de los placeres y de las más hermosas
mujeres, pero en mi cabeza sólo había un anhelo, volver a la mina.
El tiempo fue pasando y yo conforme se acercaba el día del regreso, fuy
preparando la expedición. La reposición de la comida, unas mejoras en cuanto al
confort del habitáculo y mejor y más eficiente tecnología.
Los días pasaban lentos y en mi mirada se empezaba a notar la
desesperación.
Por fin tras la larga espera y con todo dispuesto para la vuelta, llegó el
día.
fin de la segunda parte.
Rafa Marín
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