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sábado, 3 de abril de 2021

El nigromante (relato corto)

 En la última ventana del torreón, oscilaba una tenue luz amarillenta. La noche avanzaba y cuando ya parecía que el alba iba a romper la oscuridad, de esa ventana, como una exhalación, partió un haz de luz y una risa siniestra. Fue la señal. El grupo de campesinos reunidos al de aquella ruina, encendieron sus antorchas y con un improvisado ariete, arremetieron contra la puerta. No hizo falta un segundo intento. Se jalearon unos a otros, en un intento de encontrar el primero en traspasar el umbral de aquel viejo torreón. Un gélido soplo de brisa los hizo retroceder, parecía que ante todos se hubiera abierto la boca del infierno. Asustados y como si en ese instante la vida les hubiese cargado de años, huyeron de allí, para no volver nunca más.

El tiempo pasó y unos siglos más tarde, otra noche como aquella ya olvidada, otra luz amarillenta volvió a iluminar aquella ventana. En la fría habitación del viejo torreón, tres chicas, se afanaban en dibujar un pentáculo en el suelo. En sus ojos brillaba la luz de lo prohibido y mientras una encendía una barritas de incienso, las otras dos miraban en derredor ostensiblemente nerviosas.

-         ¿Estás segura de que el incienso nos protegerá?

Preguntó la más joven.

-         No lo sé –contestó la otra- Pero creo que leí algo sobre eso una vez.

La tercera permanecía callada y ausente, solo sus ojos nerviosos demostraban temor a lo que estaban haciendo.

Cuando terminaron con los preparativos, Ana, la que al parecer era la “experimentada”, sacó de su regazo un pequeño y mal impreso libro. A la luz mortecina de una de las velas buscó una página en concreto y se dispuso a leer. En ese momento un soplo helado de viento apagó las velas y recorrió sus pieles como una mano soez y experta.

Una risa se dejó oír y una voz las reclamó.

-         ¿Qué queréis de mí? ¿Por qué perturbáis mi sueño?

Las chicas intentaron huir, pero fueron incapaces de moverse.

La mañana las sorprendió tiradas en un rincón, acurrucadas y doloridas, delgadas líneas de sangre seca, descendían de sus sexos hasta las pantorrillas.

De sus ojos había desaparecido la juventud, y aunque no recordaban nada, las tres sabían que había sucedido.

Se miraron en silencio, y una rompiendo a llorar, se arrojó al vacío saltando por la ventana. Era la más joven, quizás también la más sensata.

Las otras dos, se resignaron a su suerte, al salir del torreón vieron el cuerpo de la que hasta hacía unos minutos era su amiga, les pareció nada más que una pequeña muñeca rota y sin mirar atrás, iniciaron la vuelta a casa. Juraron nunca hablar de lo sucedido y se pusieron a imaginar una excusa, para justificar la muerte de su amiga.

Al llegar a las primeras calles, una de las jóvenes, sin previo aviso, se arrojó bajo las ruedas de un autobús que pasaba. El autobús no aminoró la marcha y se perdió calle abajo, como un sueño en la madrugada.

-     Ahora ya sólo quedas tú – se dijo Andrea ­– pero al mirar el cuerpo de su última amiga, vio que este no estaba.

Se sintió sola y asustada, perdida en una mañana de una noche que nunca podría explicar. Deambuló por las calles solitarias, y sin saber bien como, se encontró otra vez frente al torreón maldito.

-         ¿Por qué yo? – gritó a la oscuridad de la entrada –

-        Porque eres la única que ha creído en mí – respondió la brisa helada envolviéndola otra vez –

Los días pasaron y luego las semanas. Ella, embarazada, dio a luz a un niño, al que no pudo conocer, pues murió en el parto. Quizás se hubiese sentido orgullosa de aquel niño, pues con el paso del tiempo, se convirtió en la cabeza de la Iglesia Católica.

 

Fin

Rafa Marín

 

 

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