En
la última ventana del torreón, oscilaba una tenue luz amarillenta. La noche
avanzaba y cuando ya parecía que el alba iba a romper la oscuridad, de esa
ventana, como una exhalación, partió un haz de luz y una risa siniestra. Fue la
señal. El grupo de campesinos reunidos al de aquella ruina, encendieron
sus antorchas y con un improvisado ariete, arremetieron contra la puerta. No
hizo falta un segundo intento. Se jalearon unos a otros, en un intento de
encontrar el primero en traspasar el umbral de aquel viejo torreón. Un gélido
soplo de brisa los hizo retroceder, parecía que ante todos se hubiera abierto
la boca del infierno. Asustados y como si en ese instante la vida les hubiese
cargado de años, huyeron de allí, para no volver nunca más.
El tiempo
pasó y unos siglos más tarde, otra noche como aquella ya olvidada, otra luz
amarillenta volvió a iluminar aquella ventana. En la fría habitación del viejo
torreón, tres chicas, se afanaban en dibujar un pentáculo en el suelo. En sus
ojos brillaba la luz de lo prohibido y mientras una encendía una barritas de
incienso, las otras dos miraban en derredor ostensiblemente nerviosas.
- ¿Estás
segura de que el incienso nos protegerá?
Preguntó
la más joven.
- No
lo sé –contestó la otra- Pero creo que leí algo sobre eso una vez.
La tercera
permanecía callada y ausente, solo sus ojos nerviosos demostraban temor a lo
que estaban haciendo.
Cuando
terminaron con los preparativos, Ana, la que al parecer era la “experimentada”,
sacó de su regazo un pequeño y mal impreso libro. A la luz mortecina de una de
las velas buscó una página en concreto y se dispuso a leer. En ese momento un
soplo helado de viento apagó las velas y recorrió sus pieles como una mano soez
y experta.
Una risa
se dejó oír y una voz las reclamó.
- ¿Qué
queréis de mí? ¿Por qué perturbáis mi sueño?
Las chicas
intentaron huir, pero fueron incapaces de moverse.
La mañana
las sorprendió tiradas en un rincón, acurrucadas y doloridas, delgadas líneas
de sangre seca, descendían de sus sexos hasta las pantorrillas.
De sus
ojos había desaparecido la juventud, y aunque no recordaban nada, las tres
sabían que había sucedido.
Se miraron
en silencio, y una rompiendo a llorar, se arrojó al vacío saltando por la
ventana. Era la más joven, quizás también la más sensata.
Las otras
dos, se resignaron a su suerte, al salir del torreón vieron el cuerpo de la que
hasta hacía unos minutos era su amiga, les pareció nada más que una pequeña
muñeca rota y sin mirar atrás, iniciaron la vuelta a casa. Juraron nunca hablar
de lo sucedido y se pusieron a imaginar una excusa, para justificar la muerte
de su amiga.
Al llegar
a las primeras calles, una de las jóvenes, sin previo aviso, se arrojó bajo las
ruedas de un autobús que pasaba. El autobús no aminoró la marcha y se perdió
calle abajo, como un sueño en la madrugada.
- Ahora
ya sólo quedas tú – se dijo Andrea – pero al mirar el cuerpo de su última
amiga, vio que este no estaba.
Se sintió
sola y asustada, perdida en una mañana de una noche que nunca podría explicar.
Deambuló por las calles solitarias, y sin saber bien como, se encontró otra vez
frente al torreón maldito.
- ¿Por
qué yo? – gritó a la oscuridad de la entrada –
- Porque
eres la única que ha creído en mí – respondió la brisa helada envolviéndola
otra vez –
Los días
pasaron y luego las semanas. Ella, embarazada, dio a luz a un niño, al que no
pudo conocer, pues murió en el parto. Quizás se hubiese sentido orgullosa de
aquel niño, pues con el paso del tiempo, se convirtió en la cabeza de la
Iglesia Católica.
Fin
Rafa Marín