Tenía apenas 9 años, y como los dos anteriores,
caminaba por el viñedo cargando con la cesta que contenía la comida de su
padre. El capataz lo miro con una sonrisa y señaló con la cabeza al grupo de
hombres sentados a la sombra del chamizo.
Había una pesadumbre allí, como mal ambiente.
Su padre tomó el cesto y juntos se apartaron un poco.
- Vamos a comer, niño.
Esa era lo único que le decía. Luego, utilizando la
navaja de vendimiar, cortaba pan y se lo acercaba.
Esta vez algo cambió. El capataz se acercó y miró a su
padre.
- Antonio, dijo. - Estamos justos de personal. ¿Crees
que el chico vale?
Antonio, mirando a su hijo, asintió con una mirada
pícara.
- ¿Niño, quieres cortar uva?
El chico, miró al capataz y con desparpajo preguntó a
su vez.
- ¿Cuánto se paga?
- Según se rinda, le espetó el capataz, mirando fijo.
- ¿Podrás con una canasta llena?
- Con una no sé, pero con media, si.
- Mañana a las 6 empiezas, fue lo único que añadió el
capataz.
De vuelta a casa, cargado con dos racimos de uvas
pasas, pesó en la mañana siguiente y en la responsabilidad adquirida.
Un jornal más nunca se podía desaprovechar.
Contó a su madre lo sucedido y esta asintió en
silencio.
Cuando regresó su padre, por vez primera con una
sonrisa, le tendió un pequeño hatillo, al desenvolverlo, unas tijeras de podar
quedaron al descubierto.
- Límpiala y engrásala, mañana te estrenas.
Fin.
Rafa Marín